Plantas sagradas en México: pasado y presente
Sacred plants in Mexico: past and present
Las plantas sagradas eran conocidas desde tiempos precolombinos por sus peculiares propiedades que facilitaban la comunicación y comunión con lo sagrado. El legado de los antiguos pueblos mesoamericanos se ha preservado hasta la actualidad, y la revisión histórica de las fuentes, así como la investigación antropológica de campo, permiten delinear los elementos específicos que confirman la continuidad entre el pasado y el presente respecto de su uso ritual.
Palabras clave: enteógenos, plantas sagradas, chamanismo, pueblos indígenas.
INTRODUCCIÓN
Hace cuatro décadas, Richard E. Schultes y Albert Hofmann (1993) documentaron en el libro Las plantas de los dioses la existencia, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, de numerosas especies vegetales conocidas por sus propiedades psicotrópicas, a las que denominaron “plantas de los dioses”. Desde los años 30 del siglo pasado hasta nuestros días, las investigaciones en torno a hojas, semillas, cactus y hongos realizadas por diversos científicos y desde las premisas de sus propias disciplinas, han revelado que eran conocidas desde la antigüedad, y también han evidenciado las particularidades de su uso ritual entre los pueblos nativos contemporáneos. Asimismo, se han determinado sus componentes psicoactivos y las transformaciones que producen en la mente, lo cual explica el papel de las plantas sagradas como inductoras de estados no ordinarios de conciencia.
La segunda mitad del siglo xx fue a todas luces la que marcó un desarrollo sorprendente de los conocimientos en el campo de las plantas sagradas.(1) Los científicos han descubierto y destacado su relevancia en la ritualidad de los pueblos, en virtud de que estas auspician la comunicación con las divinidades, permiten comprender el pasado y el presente y vaticinar el futuro, conocer el porqué de las cosas, vivir experiencias fuera de lo ordinario y concebir otras realidades, ver lo que no es visible durante la vigilia, crear nuevos mundos, experimentar la plenitud y la fusión con el universo sagrado, percibir la presencia de la divinidad y comulgar con ella.
Todas estas peculiaridades de las plantas sagradas se condensan en una sola idea: el consumo ritual propicia una experiencia extática que el sujeto vive como un momento de comunión y unión profunda con lo sagrado. El sentido de estas vivencias fue captado por el grupo de científicos conformado por Carl A. Ruck, Jeremy Bigwood, Daniel Staples, Jonathan Ott y R. Gordon Wasson, que a finales de los años 70 acuñó el neologismo “enteógeno” para nombrar las plantas sagradas, aludiendo a su capacidad de generar el “dios adentro”; es decir, “para describir el estado en que uno se encuentra cuando está inspirado y poseído por el dios que ha entrado en su cuerpo” (Ruck et al. 1985: 235).
A través de múltiples fuentes, como la etnohistoria, la arqueología y particularmente la antropología, se ha demostrado que a lo largo de la historia de la humanidad, y hasta hoy, los enteógenos han sido empleados en rituales públicos y privados, presididos por un especialista.
Usados en rituales públicos, los enteógenos crean communitas, instauran la comunicación con la divinidad y favorecen la catarsis y la unión entre los participantes. En rituales privados, auspician los procesos de adivinación y sanación, mediante los cuales se conocen las causas de una enfermedad o un conflicto y cómo remediarlos. De su eficacia depende que los pueblos nativos hayan preservado el conocimiento y los saberes en torno a su recolección, preparación y suministro. La experiencia extática que deriva de su uso ritual desvela su carácter sagrado, el cual –a pesar de las transformaciones profundas que han caracterizado la historia de los pueblos– evidencia un continuum entre el pasado y el presente.
Así, la condición intrínseca o el denominador común de las plantas enteogénicas a lo largo del tiempo ha consistido en coligar a quienes las consumen con las entidades sagradas. En este texto se plantea que la conservación de una tradición milenaria, la cual conforma un patrimonio intangible de los pueblos originarios, debe ser protegida para su perpetuación a las futuras generaciones.
Enteógenos del Viejo y del Nuevo Mundo
Desde la prehistoria, las plantas de los dioses han acompañado a la humanidad en su largo recorrido. Han sido un componente esencial en la creación de “otras realidades” y en la construcción de “otros mundos”, a través de experiencias religiosas que trascienden los confines del aquí y el ahora. Estas experiencias son percibidas como un viaje a la dimensión sagrada del cosmos (cf. Couliano 1993), producto de su poder inherente de abrir las “puertas de la percepción” hacia el inconsciente sagrado (Huxley 1999). Como sugieren Wasson y colaboradores (1985: 33), “de una simple droga brota lo inefable, surge el éxtasis”.(2)
Algunos autores sostienen que las tradiciones religiosas ancestrales surgieron a raíz de experiencias enteogénicas (La Barre 1979; Wasson et al. 1992). Wasson y colaboradores (1992: 35) dedicó sus primeras investigaciones al esclarecimiento del origen del soma, el dios-planta de los arios, conocido hace más de 3000 años, identificado con la seta Amanita muscaria, considerada como “el enteógeno del mundo antiguo”. Pero no fueron solamente los antiguos habitantes del valle del Indo quienes conocían las propiedades del agárico de la mosca: también los mayas lo usaban como “su más sagrado enteógeno” (de Sahagún 1982: 667).(3) Ambos pueblos les concedieron atributos propios de los dioses: los mayas tenían a Kakuljá Huracán, el “rayo una-pierna”, como se constata en el Popol Vuh, el libro sagrado de los k’iche’; mientras que en los himnos del Rig Veda, los arios rendían culto al “No-nacido Único-pie”, Aja Ekapad. De hecho, el nombre en sánscrito védico alude al hongo que nace sin semilla y por ello es “no-nacido”, concebido por el rayo que penetra la madre tierra humedecida por la lluvia, que con su saeta da origen a una criatura con un “único-pie”, con una sola pierna o estípite (Wasson et al. 1992: 35, 57-71, 93). Resulta asombroso que ambas civilizaciones hayan atribuido el origen del hongo al connubio entre la tierra y el rayo.
Los misterios de Eleusis constituyen otro gran complejo ritual que se desarrolló en la antigua Grecia hasta el siglo iv de nuestra era, durante más de un milenio. Conmemoraban el regreso de Perséfone, hija de Zeus y Deméter, raptada mientras cortaba un narkissos en compañía de unas ninfas y llevada al inframundo por Hades, el señor de la muerte.(4) La Madre Tierra, devastada por el dolor que le causaba la pérdida de su hija, se volvió estéril y ningún fruto podía brotar de ella. Entonces, Hades, por intervención de Zeus, fue obligado a dejar que Perséfone regresara cada año, durante los meses de primavera y verano, al mundo de los vivos para visitar a su madre. Por lo tanto, el culto rememoraba la resurrección de la naturaleza con la maduración de los granos sembrados y la cosecha era el niño engendrado en el otro mundo. Las sacerdotisas y quienes se iniciaban en el rito celebraban la “Unión Sagrada” y “entraban en comunión con el reino de los espíritus, dentro de la tierra, con el objeto de renovar el año agrícola y la vida civilizada que crecía en la superficie”; además, “renacer de la muerte era el secreto de Eleusis”, que nadie, en ninguna circunstancia, podía desvelar (Wasson et al. 1985: 59 y 69).
Fueron Wasson, fundador de la etnomicología, con Albert Hofmann, un connotado químico, y Carl Ruck, dedicado a la filología clásica, quienes emprendieron un amplio estudio que les permitió encontrar la respuesta al enigma eleusino: los ritos iniciáticos celebrados en Eleusis, ciudad ubicada a unos 30 km de Atenas, eran acompañados por la ingesta de kykeon, una bebida preparada con menta y alguno de los cereales, trigo, centeno o cebada, infestados por el cornezuelo (Claviceps purpurea), el cual provocaba la embriaguez sagrada entre los asistentes al culto secreto, como demostró Hofmann al descubrir que este hongo parásito contenía alcaloides de ácido lisérgico (Wasson et al. 1985: 48 y ss.). A la celebración de los misterios eleusianos concurría una gran cantidad de gente proveniente de toda Grecia, hasta que fueron prohibidos con la expansión del cristianismo, que suplantó la religión pagana.
En tiempos pasados, muchos lugares sagrados no solo fueron objeto de culto, sino también de peregrinación. Uno de ellos fue el complejo arquitectónico de Chavín, en Perú, que se remonta a 3000 años antes del presente. Como en Eleusis, también en este sitio andino se presume que los peregrinos buscaban una experiencia mística mediante el consumo de dos enteógenos: una pócima elaborada con el cactus san Pedro (Trichocereus/Echinopsis spp.), originario de los Andes, y el rapé, obtenido de las semillas del árbol Anadenanthera colubrina, traídas desde la Amazonía (Torres 2019: 43).(5)
Con respecto a las semillas de Anadenanthera, Constantino Torres (2019: 23 y ss.) presenta evidencias de su ingesta en bebidas fermentadas entre las culturas Moche y Huari de los Andes centrales, así como del uso de tabletas y tubos de hueso de ballena, ave y zorro para inhalar su polvo, y pipas para fumar. Según el autor, tales hallazgos prueban que estos métodos de consumo anteceden la elaboración de pociones complejas conocidas en la cuenca del Amazonas y regiones limítrofes, como la ayahuasca (Banisteriopsis caapi y Psychotria viridis) y el yagé (B. caapi y Diplopterys cabrerana).
Más que un lugar de culto ligado a divinidades de una religión específica, Mike Jay (2013: 320 y ss.) propone ver en Chavín un sitio donde los participantes danzaban en una gran plaza y podían experimentar, mediante el trance enteogénico, la transformación en animales como el águila, la serpiente y el jaguar, según atestiguan las figuras en piedra halladas allí. Como en todo espacio de culto, se encontraron varias cámaras subterráneas ocultas en el interior de la pirámide, destinadas a ritos privados que probablemente propiciaban la iniciación de algunos de los asistentes.
Según la interpretación que Wasson (1983: 198-199) sugiere para el centro ceremonial de la ciudad prehispánica de Teotihuacán (200-900 dc), esta habría sido, como lo fue Chavín, el lugar de destino de peregrinos provenientes de muchas regiones de Mesoamérica, quienes pertenecían a diversas etnias y hablaban diferentes lenguas. La evidencia de tal afirmación se encuentra en varios edificios que hospedaban a pequeños grupos de peregrinos en cenáculos dispuestos para el consumo de alguna planta sagrada, ya sean semillas de maravilla (Turbina corymbosa e Ipomoea tricolor), flor de poyomatli (no identificada) u hongos (Psilocybe sp.). El célebre etnomicólogo describe la atmósfera que presumiblemente impregnaba las pequeñas habitaciones, donde los hierofantes, ricamente ataviados, esperaban a los visitantes y les proporcionaban las pócimas enteogénicas. En la oscuridad y el silencio absolutos, acompañados por los cantos, el sonido del tambor y el humo del copal, los sacerdotes guiaban a los fieles en sus visiones, y proferían las palabras por ellos esperadas, quizá, respondiendo a sus inquietudes y anticipando lo que el porvenir les deparaba.
Figura 1. Detalle de la réplica del mural de Tepantitla que se encuentra en la sala Teotihuacán del Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México (todas las fotografías son de la autora). Figure 1. Detail of the replica of the Tepantitla mural in the Teotihuacan room of the Museo Nacional de Antropología, Mexico City (all photos are by the author).
Las pinturas que ilustran el famoso mural que embellece las paredes de uno de los palacios de Teotihuacán, el de Tepantitla (fig. 1), respaldan la idea según la cual esta ciudad del Período Clásico (300-700 dc) fue un santuario donde las plantas sagradas cumplían un papel preponderante para el culto. El lugar central del mural lo ocupa una figura antropomorfa que en un principio fue identificada como el dios de la lluvia por Alfonso Caso (1942), quien sostuvo que las escenas allí pintadas representaban el Tlalocan. Como explica Alfredo López-Austin (1994), el connotado arqueólogo vio en las figurillas humanas, que aparecen gozosas y entretenidas en diferentes juegos, precisamente a quienes por las circunstancias de su muerte –ya sea por ahogamiento, enfermedades como la lepra y la hidropesía, o por la caída de un rayo– tenían como destino post mortem el “paraíso de Tláloc”. Pero Salvador Toscano fue quien amplió la idea y llamó a la escena “El paraíso original, Tlalocan-Tamoanchan” (López-Austin 1994: 226).
A diferencia de Caso, Zoltán Paulinyi (2007: 258-261) afirma que se trata de un personaje femenino: la diosa del agua, probablemente una representación teotihuacana vinculada a Tláloc. Lo deduce de un conjunto de elementos: la plataforma-montaña que forma parte de su cuerpo, las olas de agua que manan de las trompetas de caracol marino y se desplazan del centro hacia ambos lados del mural, y las gotas de lluvia que fluyen de sus manos. Asimismo, tal como ya lo señalaron Paulinyi (2007: 261) y López-Austin (1994: 228), Séjourné (1957) identificó en la figura elementos ígneos, propios de Huehuetéotl, el dios viejo del fuego, y pluviales, de Tláloc.
Sobre el tocado de la diosa se yergue el árbol cósmico, conformado por dos troncos en los cuales circulan las fuerzas calientes-ígneas, simbolizadas por arañas en descenso sobre ramas de color rojo, y las frías-acuáticas, simbolizadas por mariposas que suben por ramas de color amarillo (López-Austin 1994: 229). Según Julio Glockner (2016: 111), el mural da cuenta de la “intrincada red de flujos energéticos vitales que vinculan la tierra, el agua y el aire con los seres vivos y muertos que la habitan”. En efecto, en tanto árbol cósmico, la Diosa-Árbol, con su ramaje, comunica la región celeste de arriba con la tierra, que es su propio cuerpo, y el inframundo, representado por la cueva-montaña sobre la cual se asienta.
El árbol cósmico de la diosa del agua teotihuacana constituye, según López-Austin (1994), una representación temprana del árbol de Tamoanchan. Según Wasson (1983: 209) es el “árbol florido”, el mismo que según Fray Diego Durán se levantaba durante la fiesta de Xochipilli, la deidad que personifica el canto, la danza y aquellas plantas y flores que alegran la vida; es decir, que inducen el éxtasis.
De cada rama del árbol cósmico brotan “flores embriagantes”. Fue nuevamente Wasson (1983: 197-198; Ott 1992) quien sugirió que se trataba de especies enteogénicas, suposición sustentada en lo dicho por Peter Furst (1992), quien las identificó como maravillas (Turbina corymbosa).(6) Por otra parte, Wasson (1983: 197) señaló la presencia de “ojos desprendidos” en el mural, los cuales manan de las flores y flotan en las corrientes de agua, y que según este autor “corresponden a los ojos de los adoradores de los hongos que, abiertos o cerrados, contemplan escenas de otro mundo”. A mi manera de ver, no se trata de los ojos de los consumidores de hongos o de cualquier otra planta enteogénica, sino de los ojos que cada una de ellas posee y que inducen el estado visionario en quienes las consumen (Fagetti 2017).
A propósito de las flores del árbol sagrado de Tamoanchan, Mercedes de la Garza (2012) considera que estas podrían proceder de plantas psicoactivas, debido a su parecido con las flores de tecomaxóchitl (Solandra maxima) y cacahuaxóchitl (Quararibea funebris), apreciadas en el conjunto de las plantas sagradas por los antiguos nahuas. La autora sostiene que en el Códice Telleriano se narra que los dioses se excedieron en cortar “rosas” del árbol sagrado y fueron expulsados de Tamoanchan por Tonacateuctli y Tonacacihuatl. Más allá de la influencia del Génesis, la acción divina:
[…] tiene un sustrato indígena, y la presencia de las flores se asocia con las diversas significaciones que ellas tuvieron en los poemas y cantares nahuas, y por supuesto con las flores de las plantas alucinógenas, sagradas por excelencia por contener deidades y por permitir al hombre el vínculo con lo sagrado (de la Garza 2012: 71).
Al analizar el planteamiento de Mercedes de la Garza, Glockner (2016: 108) sostiene que no se trata de un castigo, sino de un mandato por parte de los dioses supremos “para que los dioses expulsados pongan a disposición de los hombres estas plantas sagradas y puedan, mediante ellas, mantener una fructífera relación con las deidades”.
Si asumimos que los dioses cometieron una transgresión al cortar las flores, hecho representado por el árbol cercenado a la mitad del tronco, podríamos suponer que la connotación de este acto –al igual que la desobediencia de Adán y Eva al comer la manzana, el fruto prohibido– responde a una falta cometida que da principio a una nueva era, inclusive, como en el caso del Génesis, a la creación de los seres humanos que poblarían la tierra, porque a consecuencia de este suceso que suscitó la ira de los Señores de nuestros mantenimientos, los transgresores “vinieron unos a la tierra y otros al infierno” (Códice Telleriano-Remensis 1964, en de la Garza 2012: 71). Por lo tanto, la expulsión de los dioses por cortar las flores de Tamoanchan podría indicar –entre otros significados– que estas constituían de hecho un medio de conocimiento que equiparaba a los dioses transgresores con los dioses supremos.
Más allá de tales conjeturas que difícilmente podremos dilucidar, varios autores han señalado la relevancia de las flores para los antiguos nahuas (Wasson et al. 1985; León-Portilla 2006; de la Garza 2012; Glockner 2016). Así, Miguel León-Portilla (1999: 10) escribe cómo “El Dador de la vida hizo brotar las flores”; la flor que se vuelve fruto y semilla, nace y perece, significa el ciclo perenne de la vida. De allí seguramente la importancia otorgada a la flor como símbolo de lo sagrado.
Las flores empleadas a profusión en los ritos, adornaban los sitios ceremoniales donde música, danza y canto se entrelazaban para honrar a los dioses. Las “flores placenteras” deleitaban la vida y la hacían más llevadera, pero también favorecían la comunión sagrada. El mismo Xochipilli, príncipe de las “rosas”, era también el dios del canto, la danza, la procreación, el placer y el amor.
Otro nombre para el árbol florido es Xochitlicacan (“donde se yerguen las flores”), representado en el Códice Vaticano A. Edgar Nebot (2013: 8-13) apunta que en 2009, mientras se construía una nueva entrada al Templo Mayor, ubicado en el centro de la Ciudad de México, fueron hallados “los restos de un árbol erguido con dos ramas principales encorvadas en direcciones opuestas”, el cual, según el arqueólogo, fue una representación viva del Xochitlicacan de Tamoanchan. El árbol, un encino o Quercus, que se remonta probablemente a la tercera etapa de construcción de este recinto sagrado, en 1431 dc, fue plantado en el Quauitl-xicalli (“jícara del árbol”), una estructura circular o arriate, que constituye la entrada hacia el interior de la tierra.(7) Según el autor (Nebot 2013: 24), las ramas bifurcadas del Xochitlicacan del Templo Mayor, “elemento perenne que sacralizaba todo el espacio en todo momento”, aluden también a la circulación de fuerzas calientes-celestes y frías-terrestres, así como lo propuso López-Austin (1994) para el árbol cósmico que emerge de la cabeza de la diosa acuática del mural de Tepantitla.
El uso de las plantas sagradas en el pasado prehispánico es por tanto innegable; existen abundantes evidencias en las fuentes históricas que lo atestiguan. Ya he mencionado la importancia de la ciudad de Teotihuacan como posible centro ritual donde se consumían las plantas sagradas en ritos privados y probablemente públicos. Los principales ritos mexicas, como los festejos dedicados a los dioses o las ceremonias de entronización de los gobernantes, eran acompañados por el consumo de octli, nombre que se asignaba a cualquier bebida alcohólica, como el pulque; o enteogénica, como la que se preparaba con “hongos montesinos” (Wasson 1983: 130). Glockner (2016: 60-64) nos remite a las crónicas del siglo xvi que describen los fastuosos rituales donde “la alegría de la borrachera” se posesionaba de hasta dos mil guerreros, que danzaban y cantaban bajo los efectos del teonanácatl (Psilocybe sp.), que podríamos traducir como “la divina o sagrada carne”.
Los españoles se percataron de la importancia de las plantas sagradas para la religión mexica y dedicaron muchas páginas de sus escritos tanto a la descripción botánica como al uso ritual y terapéutico al cual se destinaban, así como a la comparación con las especies que en Europa se decía eran empleadas por las brujas para sus fechorías nocturnas. Se trataba especialmente del beleño, la belladona y la mandrágora (Glockner 2016: 80), y probablemente de alguna Datura. Sobre todo, no dejaron de mencionar los efectos que causaban en sus usuarios, y referían cómo en los “convites” unos honguillos negros que comían con miel, llamados cuauhnanácatl (“hongos de árbol”), que se repartían varias veces durante la noche, hacían ver visiones e incitaban a la lujuria, al canto y al baile: “quedan tan borrachos perdidos que no saben de sí” (Tezozómoc, citado en Glockner 2016: 63).(8) Pero la experiencia de los hongos también era para aquellos que “no querían cantar”, y preferían encerrarse en sus aposentos a esperar las revelaciones ya sea fastas o nefastas, placenteras o tremebundas, que los hongos provocaban y que podían también terminar en llanto (de Sahagún 1982: 504-505).
La experiencia de comunicación y unión con los dioses fue interpretada por los frailes evangelizadores como una manifestación del demonio, que aprovechaba el estado de ebriedad para embaucar y seducir a los indios, como le dictaba su misma naturaleza traicionera. Glockner (2016: 35) relata cómo con el arribo a un continente todavía inexistente en las cartas de navegación medievales, que sería nombrado posteriormente América, llegó “un complejo imaginario religioso que comenzó a poblar de santos y vírgenes la geografía recién descubierta por los europeos”. En este complejo religioso estaba incluido también el diablo, al que desde su desembarco se le adjudicó todo acto calificado por los evangelizadores como idólatra y supersticioso. El diablo estaba en todas partes: en las deidades mesoamericanas e igualmente en las plantas sagradas. La idea de los frailes, quienes fueron los que persiguieron toda manifestación demoniaca de la religión mesoamericana –según su perspectiva–, consideraron que la entidad que se les aparecía y les hablaba a quienes hacían uso de algún enteógeno era, en realidad, un intrigante, traicionero y malévolo, cuya única intención era llevar a los indios a la perdición.
Por el contrario, al consumir teonanacatl, peyotl (Lophophora williamsii), pipiltzintzintli (no identificado), tlitliltzin (Ipomoea tricolor) u ololiuhqui (Turbina corymbosa) (Aguirre 1987; Quezada 1989; de la Garza 2012; Carod-Artal 2015; Glockner 2016; Palma et al. 2020), un “negrito” o un “viejo venerable”, pero también un ángel, Cristo y la virgen María, asistían a quienes necesitaban saber sobre lo que deparaba el futuro o resolver alguna incógnita. Siempre estaban allí para ayudar. Fueron los frailes historiadores quienes dieron cuenta del uso privado de las plantas sagradas. Cuando los templos y los palacios que albergaban la nobleza mexica dejaron de cumplir con el objetivo por el cual fueron construidos, los ritos públicos se acabaron. Aunque no tenemos registro del uso privado de enteógenos en el período anterior a la Conquista, este es documentado para el siglo xvii con lujo de detalles por Hernando Ruiz de Alarcón, Jacinto de la Serna y Pedro Ponce, entre otros clérigos destinados a la persecución de actos sacrílegos, como el consumo de plantas prohibidas.
Ruiz de Alarcón destacó por su peculiar saña en el arzobispado de Guerrero. Gracias a su pericia y perseverancia encontró varias pruebas de que las antiguas costumbres no habían sido realmente extirpadas y dio cuenta de ello en el Tratado de las supersticiones de los naturales de esta Nueva España, escrito alrededor de un siglo después de la conquista. Él mismo declara: “Lo cierto es que las mas o casi todas las adoraciones actuales, o acciones idolátricas, que ahora hallamos […] son las mesmas que acostumbraban sus antepassados” (Ruiz de Alarcón 1987 [1629]: 131). Los indios solían venerar en sus altares el ololiuhqui, las semillas que obtenían de las campanitas blancas de la planta trepadora conocida como coatl xoxouhqui, “serpiente verde”, que crecía profusamente en las orillas de los ríos. También mandó a cortar y quemar una gran cantidad, así como en otros momentos los inquisidores españoles echaron a la hoguera códices y libros de los antiguos pobladores, como si el fuego pudiera aniquilar también la fe en las plantas sagradas.
El trato otorgado al ololiuhqui o cuexpalli y al peyotl era el mismo que reservaban a sus dioses, pues tanto Ruiz de Alarcón (1987 [1629]: 135) como Jacinto de la Serna (1987 [1656]: 300) aseguraron haberlos encontrado en altares domésticos y oratorios, ocultos en pequeños canastos (itlapial) –junto con copal, pañitos labrados y vestiditos de niños– que acostumbraban legar a sus descendientes.
Los tratados pretendían instruir a clérigos y ministros de indios sobre las idolatrías y prevenirlos acerca de cómo estos, con artimañas, solían esconder sus ídolos y perseveraban en las viejas costumbres. A mediados del siglo xvii, Jacinto de la Serna (1987 [1656]: 279-297) reconocía que la idolatría se encontraba, como la mala hierba, “asemillada en los corazones de los Indios”. En efecto, en presencia de los propios ministros, astutamente, disimulaban ser “verdaderos cristianos”, “fingiendo exteriormente christiandad”; pero, en realidad, demostraban ser “verdaderos idólatras”, mezclando “las cosas divinas” con sus supersticiones. A fin de cuentas, en ese primer siglo de evangelización la gente aún sentía el compromiso contraído con los viejos padres y abuelos de respetar las tradiciones, así como ellos les habían enseñado.
Los evangelizadores comprendieron de manera cabal el significado religioso y práctico del uso ritual de las plantas sagradas. Los indios buscaban con ello recibir de “la deidad que creen reside en él”, como aclara Ruiz de Alarcón (1987 [1629]: 143-145), la verdad acerca de enfermedades, cosas robadas y personas extraviadas. A guisa de oráculo, el payni, el ticitl o el tlachixqui, médicos y adivinos que tomaban el enteógeno, desvelaban lo que el consultante quería saber. La bebida sagrada también era ingerida por el mismo interesado en conocer el origen y la causa de su desgracia, o por una persona “alquilada” para tal efecto, previamente informada de las circunstancias del hecho que se buscaba esclarecer.
Desde su instalación en 1571, los procesos instruidos por el Santo Oficio de la Inquisición atestiguan la persecución y satanización de prácticas adivinatorias y curativas en contra de curanderos y personas en general que incurrían en actos considerados incompatibles con la doctrina de la Iglesia católica. A pesar de ello, fueron adoptadas por amplios sectores de la población y españoles, criollos y negros, que encontraron en las plantas psicoactivas beneficios que no brindaba la medicina europea, la cual consistía en un compendio de conocimientos árabes y grecolatinos que conservaban reminiscencias de un pensamiento mágico-religioso.
Las plantas sagradas, descritas como las que emborrachan, aturden y privan de juicio, propiciaban en realidad un acercamiento con númenes protectores que velaban por el bienestar de las personas. Por intermediación del “médico agorero”, como lo define Aguirre (1987), o de manera directa, quienes requerían de ayuda podían vivir una experiencia de proximidad y comunión con las divinidades, hecho que la Iglesia no podía aceptar y permitir: hacer a un lado al sacerdote o canónigo, único autorizado a interceder ante Dios por sus feligreses. Por lo tanto, las experiencias producto del uso de plantas no podían ser sino una prueba más de la capacidad de engaño del demonio.
A consecuencia de las amenazas y los castigos infligidos a quienes hacían uso de las plantas sagradas, estas desaparecieron, o más bien se ocultaron de quienes velaban por la observancia de la doctrina cristiana a través de diversos medios, como la prédica, la confesión y el mismo Tribunal del Santo Oficio. Gracias a la discreción y la cautela reservadas a las plantas sagradas, estas sobrevivieron durante el período colonial y muchas de ellas aún son conocidas y empleadas por los pueblos indígenas contemporáneos. En las páginas siguientes, presento un panorama general de los enteógenos y me centro en tres de ellos, los hongos sagrados de los mazatecos, la hierba de la Virgen (Ipomoea tricolor) de los mixtecos de Oaxaca y la Santa Rosa (Cannabis) de los otomíes, con la finalidad de mostrar cómo en torno a su consumo ritual prevalecen todavía muchos de los significados que les fueron atribuidos siglos atrás a las plantas sagradas, a pesar de las transformaciones que han marcado la vida religiosa de los pueblos.(9)
Las plantas sagradas de los pueblos originarios
Como se menciónó anteriormente, el uso sagrado de enteógenos no ha variado de manera sustantiva con el transcurrir del tiempo y podemos observar una continuidad entre el pasado y el presente. No obstante, es probable que el conocimiento en torno a las plantas sagradas y, por ende, su empleo, fuera más extendido respecto de lo que hoy se registra. De las denuncias presentadas ante el Tribunal de la Inquisición se puede deducir cómo durante el período colonial indios, negros, mulatos y españoles consumían peyote y Rosa María, hongos, pipiltzintli y ololiuhqui, que se vendían en los mercados de la Nueva España a pesar de su proscripción (Aguirre 1987; Quezada 1989).(10)
Es de suponerse que al prohibir su uso en distintos pueblos de México, los enteógenos fueron abandonados paulatinamente, por lo cual la práctica chamánica dirigida a la adivinación, la sanación y a la comunicación con las potencias sagradas se circunscribió a las facultades propias de los chamanes de experimentar estados modificados de conciencia que consideramos “endógenos”, a diferencia de aquellos inducidos por los componentes activos de las plantas sagradas (Fagetti 2015).(11)
En la actualidad tenemos registro del uso de varios enteógenos que abundan en México gracias a su biodiversidad. El peyote (híkuli o híkuri) (Lophophora williamsii) –conocido por los pueblos del norte: huicholes, coras y tarahumaras– es un cactus endémico en zonas semidesérticas del norte del país (Benciolini 2012; Bonfiglioli & Gutiérrez 2012). Tanto en la selva tropical como en los bosques de la Sierra Mazateca, que abarca parte de los estados de Oaxaca y Puebla, crecen tres especies enteogénicas: los hongos (Psilocybe cubensis, aztecorum y caerulescens, entre otros), que se encuentran también en los bosques del Estado de México y aledaños al volcán Popocatépetl, en los estados de Morelos y Puebla (Glockner 2016), la xka pastora (Salvia divinorum) y la semilla de la Virgen (Turbina corymbosa), que conocen también los nahuas de Guerrero con el nombre de cecetzin y los mayas yucatecos como x-táabentun (García & Eastmond 2012). En el estado de Guerrero también se encuentran el hueytlacatzintli (Solandra guerrerensis), el chiquimolhuaxtzin (Leucaena matudae) (González 2012) y el yoo itandoso, “flor que habla bonito” (Solandra maxima) (Glockner et al. 2013). Los mixtecos de Oaxaca consumen una poción preparada con las semillas de la hierba de la Virgen (Ipomoea tricolor), enredadera que encontramos también en los estados de Puebla, Tlaxcala, Hidalgo y Veracruz, y las semillas de san José (Datura stramonium var. Godronii) (Fagetti 2012). Finalmente, la Santa Rosa (Cannabis) es utilizada por los otomíes de los estados de Querétaro, Estado de México, Puebla e Hidalgo (Fagetti et al. 2017; Báez 2019; Fagetti 2019; Garrett 2019; Reinoso 2019).
Como tema de estudio, el uso ritual de las plantas sagradas no ha recibido la atención que merece, a pesar de su amplia difusión en México, su larga tradición histórica y su importancia como parte de los conocimientos, saberes y prácticas de los pueblos indígenas que conforman la terapéutica autóctona. La relevancia de las plantas sagradas, antes y ahora, reside en su potencial intrínseco de auxiliar a las personas. Se les ha reconocido una amplia gama de funciones, desde la más pragmática, cuando se pretende conocer el paradero de una persona o de un animal extraviados, hasta la más sublime, cuando la meta es religare a los seres humanos con sus divinidades.
Cactus, semillas, hongos y hojas actúan como vehículos de comunicación y comunión con las divinidades. Cada enteógeno es la planta, la parte visible y tangible, y al mismo tiempo es el numen, el espíritu invisible y sutil que se presenta en el trance extático o que permite la manifestación de múltiples númenes que acuden al llamado para socorrer a quienes lo necesitan. Como sostiene Mercedes de la Garza (2012: 280), “residen en las plantas deidades que al penetrar al cuerpo humano liberan el espíritu o parte de él y lo sacralizan confiriéndole poderes sobrehumanos para vincularse con los dioses”. Cada enteógeno dota a quien comulga con él de la facultad de “generar dios adentro”, de ver más allá de lo visible y de conocer más allá de lo inteligible.
La ciencia ha determinado las características de los principios activos contenidos en cada una de las plantas sagradas. Ha descubierto el potencial de sus componentes que favorecen estados transitorios de expansión de la conciencia, percepciones extrasensoriales imposibles de experimentar en estado de vigilia. No obstante, existen límites en la comprensión de las experiencias extáticas de las colectividades que las han empleado durante miles de años. Me refiero sobre todo al contenido de las visiones y percepciones auditivas que responden, para cada pueblo, a un imaginario propio, vinculado firmemente a las estructuras simbólicas que regían la cosmovisión prehispánica, y a veces condicionado de manera significativa por la religión católica. Así que antiguas deidades y divinidades cristianas se exhiben como númenes auxiliares y protectores, que vaticinan, pronostican, diagnostican enfermedades, desvelan las causas de conflictos, sanan o proporcionan indicaciones precisas sobre cómo actuar para recuperar la salud o enfrentar la desgracia y la mala fortuna. Como ya lo reportaba Jacinto de la Serna (1987) en el lejano siglo xvii, a menudo la gente acude a los enteógenos como último recurso ante padecimientos y problemas que no pudieron ser resueltos con otros medios, inclusive el recurso de la medicina occidental.
Los hongos sagrados de los mazatecos
En los años 50, Wasson dio a conocer al mundo las ceremonias nocturnas con los hongos sagrados y describió por primera vez, de manera detallada, la “velada” con la sabia María Sabina en un artículo publicado en la revista Life (Glockner 2016: 193 y ss.). Desde entonces, Huautla de Jiménez (Oaxaca) se ha distinguido como el lugar ideal para jóvenes en busca de experiencias psiquedélicas (Rodríguez 2017). A pesar de los cambios a nivel social, cultural y económico en la región, la importancia de los hongos sagrados sigue siendo la misma para aquellas personas que desean encontrar la solución a sus problemas, ya sea de salud o personales, con la guía de un chjota chji̱ne̱, una “persona sabia”.
Figura 2. Hongos, probablemente “derrumbes” (Psilocybe caerulescens). Figure 2. Fungi, probably “derrumbes” (Psilocybe caerulescens).
Doña Sofía, originaria del municipio de Chilchotla, en el estado de Oaxaca, y a quien conozco desde 2006, es una de ellas. Cuando alguien está gravemente enfermo y requiere un remedio más efectivo y poderoso, ella suministra los hongos psilocibios. Sugiere que sea esa misma persona quien vea con sus propios ojos a la virgen María y a Jesucristo, y escuche lo que le van a decir en la “velada”, donde por lo general esta sigue las instrucciones de las divinidades para liberarse de un maleficio o una enfermedad, o recibe las indicaciones sobre cómo actuar para solucionar el problema, motivo de la consulta.(12)
El caso de Elena, una mujer de unos cuarenta años, quien había migrado muchos años atrás a una ciudad cercana, pero oriunda de una localidad del municipio de Chilchotla, es muy significativo y esclarecedor respecto de cómo se desenvuelve la ceremonia, de la experiencia de quien hace la consulta al consumir “el honguito” (fig. 2) y del papel que asume el sabio o la sabia como especialista de la comunicación con lo sagrado.
Figura 3. Hongos en el altar. Figure 3. Fungi on the altar.
Elena llegó a la casa de doña Sofía acompañada por uno de sus hijos. Caminaba con dificultad porque sufría desde hacía un año dolores en todo el cuerpo, provocados, según su médico, por un reumatismo. Debido a que el tratamiento había dado pocos resultados, el esposo, sospechando que no se trataba de una “enfermedad natural”, la había convencido de que regresara a su pueblo para buscar en los hongos la explicación de su mal y, a la vez, su sanación.
Esa misma tarde, la mujer nos habló de las sospechas que guardaba hacia su ex marido, a quien consideraba como un posible responsable de su estado. Con este hombre, veinticinco años mayor que ella, con el cual los padres la casaron a los catorce años, había procreado nueve hijos. Un día se enamoró de un joven y se fue con él, pero su relación no duró mucho y finalmente ella abandonó el pueblo.
Por la noche, alrededor de las diez, doña Sofía dispuso sobre el altar varios pares de hongos que sahumó con copal antes de ofrecérselos a Elena, quien, sentada frente al altar, los empezó a comer despacio, acompañándolos con varios sorbos de agua (fig. 3). La curandera la envolvió en el humo de copal y le untó tabaco molido con cal en los antebrazos y la nuca, como se suele hacer para ahuyentar “el mal aire” que podría atacar al paciente durante el rito. Comenzó a rezar en mazateco, apagó las velas y el cuarto quedó a oscuras. Oramos tal vez durante una hora avemarías y padrenuestros, alternando las plegarias con largos silencios, hasta que se escuchó la voz de Elena preguntar en mazateco: “¿Por qué me duele mi pie, mi mano, mi brazo, mi cabeza? Me duele todo mi cuerpo, ¿por qué me está pasando esto? ¡Ayúdame, Dios Padre! ¡Perdóname, virgen María! ¡Perdóname todo lo que hice!”. Era la señal de que Jesucristo y la virgen María ya habían acudido para socorrerla: responder a sus preguntas y ayudarla a sanar.
En la oscuridad, Elena vio muchas cosas. Esa noche desfilaron ante sus ojos sus victimarios: su ex marido, el ex novio –por quien abandonó al primero– y el brujo, padre de este último, que se encargó de preparar el maleficio. Ante ella estaba su cuerpo amarrado con un bejuco, lleno de semillas, caracoles y culebras. Se descubrió en un arroyo toda cubierta de tierra. También vislumbró en la oscuridad el ataúd y el hoyo en el panteón donde sería sepultada. Pidió que la liberaran de los amarres.
En varios momentos escuchamos conatos de vómito, señal de la salida del mal aire. La Virgen le dijo que soplara sobre su cuerpo para despojarse de todo lo que tenía encima y que se lavara la suciedad con el agua contenida en una pequeña jícara. Poco después, Elena se dirigió a la curandera diciéndole que era hora de descansar. La velada había terminado, era aproximadamente la una de la mañana. Al amanecer, frente a una taza de café, contó que se sentía mejor. Antes de emprender el regreso, le aseguró a la curandera que guardaría la dieta prescrita de dieciséis días, que consiste en abstenerse de las relaciones sexuales y no tener contacto con personas ajenas a la casa, y estaría de regreso pronto para una segunda sesión, necesaria para asegurar su completa recuperación.
El trance producido por el consumo de psilocibina, cuando es el enfermo quien ingiere los hongos, lo coloca directamente en contacto con las divinidades, que en este caso fueron Jesucristo y la virgen María, la pareja que representa la dualidad masculino-femenino, al igual que los hongos que deben ser consumidos por pares. Elena es quien los ve, habla con ellos e intercede por su salud; no solo identifica a los culpables de su deplorable estado de salud. Vomita el aire, sopla y se quita con agua el lodo que recubre su cuerpo. Porque lo ve todo, ella entiende que no puede caminar porque está amarrada; que le duele el cuerpo porque está cubierto de semillas y sobre él caminan insectos negros y blancos; le duelen los pies, porque está en el arroyo. Al visualizar su propio ataúd y la fosa escarbada en el panteón en espera de su sepultura, comprende también que sus victimarios quieren su muerte.
Es sumamente interesante, y no deja de ser un misterio, cómo los contenidos y las imágenes que origina el trance con enteógenos se repiten y siguen un mismo patrón. En el caso expuesto, el hongo es el facilitador del encuentro con Jesucristo y la Virgen, quienes se aparecen y se manifiestan ante la persona, o ante el chamán, y la presencia de su espíritu es constante, todos saben que él está allí y que todo lo que sucede se atribuye a su voluntad.
En el transcurso de la noche, el papel de doña Sofía es guiar el viaje extático por medio de plegarias y cantos, para que el consultante encuentre lo que busca, escuche lo que narra mientras está bajo los efectos del enteógeno, e intervenga si algo pone en peligro su integridad física y psíquica. De hecho, cuando se da cuenta de que este no está teniendo una buena experiencia y corre peligro, interviene succionando la “fuerza” del hongo y sacándolo del trance.
Quien se somete a la ingesta del enteógeno, comulga con él, lo recibe en su interior y deja que este, como entidad sagrada, se manifieste o propicie la aparición de la divinidad. Como todo lo que proviene de ella, el mensaje se recibe sin vacilación, es la verdad revelada por el dios que se ha generado dentro de uno.
La “hierba bruja”: la hierba de la Virgen y el san José entre los mixtecos
En la mixteca oaxaqueña se encuentran varios pueblos donde se conserva todavía el secreto en torno al uso ritual de una poción preparada con las semillas de la hierba de la Virgen, llamada yucú iá sií (Ipomoea tricolor) (fig. 4a y b), a la cual se añaden a veces las semillas de yucú de san José (Datura stramonium var. Godronii). La primera es una enredadera de flores azules que recuerda el manto de la virgen María. Sus semillas son de color negro, en tanto las flores del san José son blancas y las semillas de color café claro (Fagetti 2012). Se encuentra a menudo en los patios de las casas; sin embargo, no siempre se da, de hecho, se dice que “sale donde quiere, donde le gusta”, y también se va porque “se chiquea” con facilidad. Por eso mismo, este segundo ingrediente de la pócima no siempre está disponible, así que en muchas ocasiones solo se emplea el primero.
Figura 4: a) y b) hierba de la Virgen (Ipomoea tricolor). Figure 4: a) and b) hierba de la Virgen (Ipomoea tricolor).
Los relatos que recopilé en 2010 (Fagetti 2012), en torno al consumo de este compuesto enteogénico en esta región, revelan como elemento sobresaliente que quien lo suministraba no era un curandero, sino una anciana, que había aprendido de su madre tanto la fórmula de la poción como los pormenores de su preparación. Su condición de mujer soltera era ideal, y aunque nadie hizo referencia explícita a que se debe guardar abstinencia sexual unos días antes de la molienda de los ingredientes, tenemos como referencia los textos coloniales (de la Serna 1987; Ruiz de Alarcón 1987), en los que se menciona que era una doncella la que molía el ololiuhqui y sabemos que la “dieta”, como en el caso de los hongos sagrados, es un requisito para quien lo consume.
Como ya se dijo, por lo general, la ingesta del compuesto enteogénico es para la gente el último recurso al cual se puede acudir para atender a un enfermo grave, a veces, al borde de la muerte y, de ser necesario, también se les suministra en pequeñas cantidades a niños.
Cuando alguien le solicitaba el preparado, doña Felisa, ya difunta, molía en un metate la cantidad precisa de ambas semillas que, para surtir el efecto esperado, deben ser compradas y no regaladas. Diluía la pasta obtenida en un poco de aguardiente o agua bendita y llevaba la bebida a la iglesia, a reposar una noche debajo del manto de Santo Domingo, el patrón del pueblo. Aunque el mejor momento para la ingesta es la noche, puesto que aminora el ruido de la calle y el ladrido de los perros que asustan a la hierba, doña Felisa decía que ella no acostumbraba salir de noche, así que prefería atender a los enfermos a primeras horas del día.
Los relatos acerca del uso de la hierba de la Virgen, proporcionados por la misma experta y por algunas personas que accedieron a narrar sus propias experiencias, de algún familiar o vecino, revelan una misma dinámica del trance enteogénico y es importan-te aclarar que solo el enfermo bebe la poción, la cual no tarda en hacer efecto. Doña Felisa velaba junto a él, acompañada por algunos familiares, todos en silencio. Sobre la experta recae la encomienda de escuchar lo que la hierba declara, porque el interesado nunca recuerda lo que sucedió durante la noche, lo cual da cuenta del estado de trance profundo inducido por este potente enteógeno. Ella escuchaba las palabras proferidas por la entidad, identificada por algunos como la virgen María, que explican exactamente cuál es la razón por la que la persona se encuentra enferma, y también instruyen a los presentes acerca del procedimiento que se debe seguir para su recuperación.
La condición de Berna, de apenas seis años, ameritó la “consulta con la hierba”. La pequeña estaba postrada en cama; ya no podía caminar debido a que su cuerpo estaba tan hinchado que parecía “un balón”. Nadie había podido explicar el porqué de su hinchazón, único signo visible de la enfermedad que la consumía, y que las pastillas recetadas por el médico no habían curado. La madre acordó con doña Felisa en darle a tomar a la niña una cucharada de la pócima y untarle en el cuerpo un poco de la misma. Nadie se esperaba una reacción tan repentina de la niña y, menos aún, un diagnóstico tan certero acerca de cómo se originó su padecimiento. Berna se había espantado, un día en casa, al pelear con su hermano junto al fogón, donde se quebró un jarro con atole, y también en el río, donde estuvo a punto de ahogarse. Bajo el efecto de la poción, la pequeña también reveló qué se tenía que hacer para que ella sanara del susto. La madre cumplió con las recomendaciones y al poco tiempo su hija ya estaba curada.
Cuando el enfermo se calla, debe ser sometido a una “limpia” con hojas de zapote blanco. Esto permite que “baje” el efecto del preparado y que no le duela la cabeza. Además, al otro día, se enciende el baño de vapor, el temascal, para que la persona sude abundantemente y su cuerpo quede libre de residuos. El contacto de la pócima con la piel induce los sueños, que también son reveladores, mientras que la ingesta brinda una mayor claridad y permite que quienes asisten a la persona también se enteren del mensaje que la hierba transmite.
En cuanto a la preparación y consumo de la hierba, la gente hace hincapié en que la mujer que la muele debe tener “buena mano”, para que la consulta dé buenos resultados, y debe emplear la dosis recomendada: la cantidad de semillas que caben en el hueco de la palma de la mano (fig. 5). No se debe consumir durante la época de lluvias, y mientras la enredadera está en crecimiento, solo está permitido el baño. Si se contravienen estas indicaciones, el transgresor puede “volverse loco”.
Figura 5. Semillas de hierba de la Virgen. Figure 5. Seeds of hierba de la Virgen.
Como muestra el relato, la hierba es una entidad que habla y también que enseña. La persona “ve visiones”, “como una televisión”; “va usted a ver algo, ponga atención”, advertía siempre doña Felisa. La descripción de quienes han experimentado el trance evidencia la presencia de múltiples sujetos hablantes: “la hierba habla”; “la misma persona habla”; “parece que nos están hablando”; “esa voz es la misma hierba que nos hace hablar”; “la Virgen nos hace hablar” o “como que alguien habla por dentro”. La peculiaridad de este enteógeno consiste en el uso del “nosotros”, que incluye al propio enfermo y a la misma entidad, porque ambos se vuelven una sola persona, hablan y describen lo que están viendo, porque la poción “emborracha y ataranta”. Al parecer, gracias a la explicación detallada que ofrece, con las indicaciones precisas de cómo actuar, no se necesita la intervención de un especialista como intermediario, sino únicamente de una mujer experta en su suministro. El curandero interviene después, cuando la curación del paciente lo requiere.
La Santa Rosa de los otomíes
Según la interpretación de Aguirre (1987), durante el período colonial, el peyote recibía el calificativo de Santa Rosa, Rosa de santa María o Rosa María. Sin embargo, es probable que estas denominaciones, que se encuentran en repetidas ocasiones en los documentos inquisitoriales, remitan más bien a un nombre genérico aplicado por los españoles al conjunto de plantas sagradas (Quezada 1989). También podemos suponer que haya sido la primera santa de América, Santa Rosa de Lima, quien haya inspirado tal calificativo. Lo cierto es que los otomíes lo eligieron para nombrar en español a la planta sagrada que, en los rituales de propiciación y agradecimiento, los “costumbres”, instaura la comunicación con las potencias sagradas, denominadas las Antiguas (Fagetti 2019).
Figura 6. La Santa Rosa en su canasta. Figure 6. The Santa Rosa in her basket.
Entre los otomíes del municipio de Pantepec, estado de Puebla, donde realicé un trabajo de campo en 2017 (Fagetti 2019, 2021), se denomina Santa Rosa a la Cannabis, que también se conoce como Xünfö Dëni, Señora-flor (fig. 6). Este enteógeno desempeña principalmente dos funciones: se emplea como medio de consulta, como cualquier enteógeno, y se consume durante el “costumbre” para permitir que las entidades sagradas bajen a la mexä a gozar de la ofrenda que ha sido dispuesta para agasajarlas. En este sentido, la Santa Rosa funge como facilitadora de la llegada de las Antiguas al ágape enteogénico. Quienes reciben en su cuerpo a la propia Santa Rosa, a T’zut’abi, el Patrón o Presidente –llamado también Zit’u, diablo–, a Xünfö Dehe, La Señora del agua, o a Behöi, la Abuelita de la Tierra, son los bädi, los chamanes, y las zidëni, las madrinas que los acompañan, las mujeres que “comen la flor”; ambos elegidos por el Patrón o la Santa Rosa para desempeñar el “trabajo sagrado” (Reinoso 2019).
Para convocar a sus deidades, los otomíes recortan sus cuerpos en papel. El papel de china de diferentes colores se destina al recorte de los “malos aires”, mientras que el color blanco es para las potencias sagradas, categoría que incluye no solamente a las divinidades ya nombradas, sino también a los dueños de los cerros que también son festejados durante el rito.
Los escenarios del “costumbre” son diversos: casas, iglesias, cuevas y cerros, sitios sagrados que durante cientos de años han sido destino de peregrinaciones, porque es allí donde viven las Antiguas (fig. 7). En el centro del espacio sagrado se asienta la mexä, donde se consuma la acción ritual y descienden las potencias sagradas invocadas y convocadas al banquete para ser agasajadas con bebidas y alimentos que les agradan.
Los “costumbres” tienen como finalidad propiciar la lluvia o agradecer a las Antiguas la cosecha de maíz, frijol y todos los productos de la tierra, pero también pedir salud y bienestar, no solamente para las familias que participan, sino para “todo el mundo”. Desde los tiempos primigenios se instauró entre las Antiguas y sus hijos el precepto incuestionable de la reciprocidad (pedir-ofrendar-recibir-agradecer); sobre la obligación de dar para recibir se sustenta la continuidad de la coexistencia de los seres humanos y de sus númenes protectores, así como la permanencia del universo mismo.
Figura. 7. “Costumbre” realizado en una iglesia. Figure 7. “Costumbre” performed in a church.
Cada “costumbre” es una performance dividida en varias secuencias con una estructura preestablecida, pero que despliega también variaciones notables de una puesta en escena a otra, dependiendo de quién la dirige y también de los imprevistos que se generen en el escenario. Después de la presentación de los bädi y las zidëni ante el altar, el primer acto es la ejecución de la limpia de los malos aires, indispensable para que estos se retiren de la escena una vez que hayan recibido comida y bebida. Acto seguido, se prepara la entrega de la ofrenda, precedida por el sacrificio de pollos y guajolotes (pavos), cuya sangre, que mana del cuello, se esparce sobre los recortes de papel. De este modo, se “firman” las invitaciones que el especialista ritual ha preparado para cada una de las entidades convidadas al banquete.
Figura 8. Bädi realizando el “trabajo sagrado“. Figure 8. Bädi performing the “sacred work”.
La música, el canto y la danza deleitan a las Antiguas y la ofrenda se entrega bailando, porque “así empezó la vida”. Arriba y abajo del altar se coloca primero una tanda de vasos con chocolate y una pieza de pan dulce. En seguida, se reparten platos de comida y pollos enteros hervidos, mientras los bädi limpian con velas y sahúman con copal a los asistentes, que también entregan veladoras, refrescos, cervezas y aguardiente para las potencias sagradas (fig. 8).
Una vez dispuesta la ofrenda, los bädi hacen sonar la campanita y tocan el silbato invitando a las Antiguas a que bajen a merecer. Nadie debe faltar porque todos han recibido una invitación personal. Los bädi y las zidëni aguardan su llegada, dispuestos a recibirlas. Se acerca el momento álgido del costumbre: el descenso a la mexä de los convidados. Pero este acontecimiento requiere una preparación especial por parte de quienes serán sus receptores. Para poder cumplir con su mandato y recibir a los espíritus, bädi y zidëni deben abrir sus corazones. De eso se encarga la propia Santa Rosa. Cada madrina se encomienda a ella al tomar una pizca entre sus dedos, masticándola lentamente con un sorbo de refresco verde; pidiéndoselo encarecidamente, dispuesta a entregar su cuerpo para que allí descienda aquella Antigua que quiera conversar, manifestar sus deseos, sus preocupaciones y demandar lo que le hace falta. En este sentido, cada bädi y cada zidëni se entrega plenamente a su labor, como explicó una mujer en una ocasión: “yo nada más como Santa Rosa y a ver quién llega: el cuerpo está libre para el que quiere entrar”.
Una vez que las Antiguas están presentes, se dice que es porque ha llegado “el poder de la Santa Rosa” y es ella “la que maneja el cuerpo” de bädi y zidëni. El papel central de quienes “entregan su cuerpo” es brindarles la oportunidad de hablar y cantar. En realidad, se instaura un juego de voces que se intercalan. Por un lado, hablan y cantan las propias Antiguas, pero, por otro, se establecen diálogos en que los bädi y las madrinas expresan el sentir de todos y responden a las interpelaciones de sus númenes protectores. Ellos se encargan de llamar a los espíritus, piden perdón al Patrón por faltas y omisiones cometidas, y al mismo tiempo, les ceden la palabra. Frente a la mesa, muestran su profunda conmoción con el llanto que acompaña las súplicas; exhortan a las potencias creadoras a que reciban la ofrenda y la respuesta no se deja esperar: “si el Patrón decide meterse en tu cuerpo, él mismo va a hablar y él mismo te hace contestarle”.
Todo lo que ocurre en estos momentos es producto de la ingesta de la Santa Rosa, la cual, en virtud de sus propiedades psicoactivas, favorece el “trance de incorporación”. A este acto central del costumbre lo he llamado “ágape enteogénico” (Fagetti 2019) porque en él se consuma la comunión de los humanos con las entidades extrahumanas, mediada por la misma Xünfö Dëni, la Señora-Flor. Se dice que cuando llega la Santa Rosa “tu corazón lo haces a un lado y entra su corazón”. Es una cuestión de desplazamientos, porque el corazón de quien recibe ya sea a la Santa Rosa o a otra Antigua, debe salir para dejar vacío el lugar que llenará el recién llegado.(13)
Figura 9. Zidëni realizando el “trabajo sagrado“. Figure 9. Zidëni performing the “sacred work”.
Cada performance actúa como un detonante de pensamientos y acciones alojados en un subcons-ciente colectivo, y provoca un conjunto de emociones y sentimientos que despiertan una sensibilidad peculiar a través del canto, la música, la danza, los olores y los sabores. La planta sagrada excita los sentidos de bädi y zidëni, quienes, a su vez, contagian a todos los presentes, hacen vibrar sus cuerpos al unísono y elevan sus espíritus hacia el éxtasis, que hace posible su completa comunión con las Antiguas (fig. 9). En el clímax del “costumbre”, los participantes, humanos y no humanos, se fusionan en una sola misión: darle continuidad al compromiso contraído; la obligación de preservar la vida y la existencia en ximhöi, el mundo. Con la Santa Rosa como facilitadora del trance, ella misma y la cohorte de las Antiguas se hacen presentes para convivir con la gente. Este es el gran mérito y la gran verdad del “costumbre”: tenerlas allí para que escuchen las súplicas que sus hijos les dirigen.
Como en el caso de los hongos y la semilla de la Virgen, la Santa Rosa muestra la persistencia del uso de las plantas sagradas, tanto en rituales privados como públicos. Por su gran valor como inductores de estados no ordinarios de conciencia, los enteógenos propician la interacción con las entidades sagradas, quienes desvelan verdades ocultas que hacen posible la recuperación de la salud y la superación de conflictos. Mientras que el trance endógeno es exclusivo de quienes poseen el don, el trance enteogénico le permite alcanzar a quien consume la planta sagrada un estado modificado de conciencia, que le otorga de manera transitoria, mientras dura su efecto, las mismas potencialidades reservadas al chamán. Sin lugar a duda, esta es la peculiaridad que caracteriza el uso ritual de enteógenos: la posibilidad de que el consultante, el que quiere saber, viva en primera persona la experiencia del trance y se vuelva el artífice de su propia sanación; o sea, que logre resolver un problema que le atañe a él directamente o a otros (Fagetti 2012). Asimismo, en rituales colectivos, permiten recuperar y reavivar la alianza entre la gente y sus divinidades, la confianza que mutuamente se tienen. El conocimiento y el uso ritual de las plantas sagradas forman parte de un patrimonio cultural intangible que debemos conocer y preservar, pues en él se expresan cosmovisiones y prácticas ancestrales de los pueblos originarios que nos conciernen a todos.
Agradecimientos En el artículo se exponen algunos resultados del proyecto investigación conacyt (cb–2014-01-241774 continuación): “Procesos de adivinación/sanación/reparación/propiciación en el contexto del conocimiento y la práctica del chamanismo de los pueblos indígenas” (2014-2019).
Aguirre, G. 1987. Medicina y magia. El proceso de aculturación en la estructura colonial. México df: Instituto Nacional Indigenista.
Báez, L. 2012. El uso ritual de la “santa Rosa” entre los otomíes orientales de Hidalgo: el caso de Santa Ana Hueytlalpan. Cuicuilco 19 (53): 155-174.
Báez, L. 2019. “Cuando empezó al mundo, allí lo encontraron el maíz, debajo de la piedra, ahí estaba con su semilla de marihuana, la Santa Rosa…”. La Santa Rosa en Santa Ana Hueytlalpan, Hidalgo. En Xünfö Dëni-Santa Rosa. Trance enteogénico y ritualidad otomí, A. Fagetti, coord., pp. 85-108. Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Benciolini, M. 2012. Entre el orden y la transgresión: el consumo ritual del peyote entre los coras. Cuicuilco 19 (53): 175-193.
Bonfiglioli, C. & A. Gutiérrez 2012. Peyote, enfermedad y regeneración de la vida entre huicholes y tarahumaras. Cuicuilco 19 (53): 195-227.