El puma y la serpiente. Interpretación de la pintura mural de la iglesia de Parinacota en el norte de Chile

The puma and the snake. Interpretation of the mural painting of the Church of Parinacota, Northern Chile

Resumen

El completo ciclo de pintura mural de la iglesia de la Natividad, en Parinacota, permite conocer las circunstancias de la comunidad durante el siglo xviii, que parecieran dar cuenta de tres realidades en apariencia contradictorias. Por una parte, el programa pictórico posibilita, como en ninguna otra iglesia del sur andino, transmitir todas las dimensiones de la doctrina cristiana, rasgo que evidenciaría un diagnóstico pesimista respecto de la catequización de la comunidad. Por otra parte, es factible identificar numerosas representaciones de indígenas participando activamente de la vida ritual de la Iglesia, de ahí que, aparentemente, la ignorancia religiosa pudo ser compatible con las prácticas de piedad o la recepción de los sacramentos. Para finalizar, las pinturas contienen iconografías que reflejarían el esfuerzo de los habitantes de Parinacota por articular sus creencias cristianas con los saberes y prácticas ancestrales.

Palabras clave: iglesias andinas, espacio sagrado, agencia indígena, política eclesiástica.

INTRODUCCIÓN

La iglesia de Parinacota presenta un programa o ciclo de pintura mural cuyos rasgos actuales son semejantes a los que tenía a fines del siglo xviii. La presente indagación parte de la premisa de que la iglesia puede contener huellas de sus artífices, de las actividades de los curas doctrineros, de las prácticas de la comunidad, de la voluntad de los curacas y de las instrucciones emitidas por la autoridad eclesiástica. Por tanto, las características de las pinturas murales son reflejo de las estrategias simbólicas de diversos actores, quienes con mayor o menor eficacia han intentado modelar el espacio de acuerdo con sus concepciones o necesidades (Chartier 1996: 57-61). Si esto fue así, se debe aceptar que para comprender este caso de estudio es necesario aproximarse teniendo en cuenta los énfasis eclesiásticos del momento y el contexto cultural local.

El punto de partida de lo que aquí se propone no son los documentos escritos, sino las pinturas murales. Son ellas las que contienen un registro acerca de lo que estaba ocurriendo en Parinacota al término del siglo xviii, en tanto que la documentación permite descartar o reforzar hipótesis que surgen de la iconografía que se conserva en los muros de la iglesia. Así, es desde la reflexión en torno a las pinturas que surgen las preguntas que se busca responder, con mayor o menor éxito, mediante la consulta de la documentación escrita.

La primera propuesta interpretativa sostiene que el sistema de imágenes fue pensado para una comunidad en la que la catequesis había fracasado total o parcialmente. No hay otro caso, al menos en el contexto inmediato, de un programa de pintura mural en el que se contenga una síntesis tan completa de la doctrina cristiana. Este énfasis supone un diagnóstico acerca de la escasa asimilación de la catequesis por parte de la comunidad. La segunda hipótesis de lectura, aparentemente contradictoria, indica que las pinturas murales testimonian la adhesión de los habitantes de Parinacota al cristianismo. La presencia de representaciones de indígenas y la incorporación de iconografías locales serían indicios de procesos de apropiación que se buscan exhibir mediante las pinturas. En síntesis, estas reflejarían que la catequesis no se arraigó en esta comunidad, pero, que sus miembros se identificaron a su modo con el cristianismo. La afirmación no es novedosa, pero sí lo es que un programa de pintura mural refleje esta realidad de forma tan contundente. En cierta medida, el templo materializa la “continua articulación doble”, dinámica que dificulta la plena aceptación o el rechazo total de las enseñanzas del catecismo y de los saberes tradicionales (Abercrombie 1991: 209; Estenssoro 2001: 460).

La primera mención documental a Parinacota es de 1739, año en el que el obispo de Arequipa le encargó al cura vicario de Sama un informe acerca de los anexos del curato de Codpa en los Altos de Arica. El texto da cuenta de las distancias entre los anexos de la doctrina e indica que el pueblo de Parinacota, junto con la estancia de Caquena, estaban habitados por 149 personas, constituyendo uno de los más poblados de la región (aaa, legajo Arica Codpa, 1650-1835, Auto proveído, s/f). Se lee en el documento: “En el Pueblo de Parinacota y su estancia nombrada Caquena, que está besina [sic], siento quarenta y nuebe perzonas [sic], Casados quarenta y nuebe, sueltos beinte [sic] y uno, Viudas diez y seis” (aaa, legajo Arica Codpa, 1650-1835, Averiguación, f. 7).

La dilatada extensión territorial de la doctrina de Codpa llevó, en 1777, a desmembrar de su territorio la doctrina de Belén, de la que pasó a depender el anexo de Parinacota (agi, manuscrito 48, 1793-1794, f. 267). En la visita pastoral de 1787, el doctrinero de la recién creada doctrina de Belén describe los límites y contribuyentes de sus anexos (fig. 1). En el documento nombra cerca de 40 tributarios del pueblo de Parinacota, la estancia de Caquena y sus aportes en animales (aaa, legajo Arica-Belén, 1694-1856, Demarcasión, s/f).

Figura 1. Demarcasión de la Doctrina de Velén y sus anesos, 1787, aaa (todas las fotografías son de los autores). Figure 1.Tax Registry of the Parish of Belen and Annexos, 1787, aaa (all photos by the authors).

El mismo documento permite conocer que la advocación original del anexo era la de Santiago Apóstol y de la Virgen del Rosario, no la de la Natividad, como es actualmente (aaa, legajo Arica-Belén, 1694-1856, Descripción, s/f). No se han encontrado antecedentes que indiquen en qué momento se produjo este cambio y no se puede descartar que, al menos por un tiempo, puedan haberse superpuesto las advocaciones. En 1793 el intendente de Arequipa vuelve a emitir informes acerca de la doctrina, reiterando la denominación de Santiago de Parinacota y precisando que la localidad contaba con iglesia (agi, manuscrito 48, 1793-1794, f. 267). A pesar de lo tardía de las referencias, se puede afirmar que la iglesia sería más antigua (fig. 2).

Figura 2. Iglesia de la Natividad de Parinacota, construida a comienzos del siglo xviii. Región de Arica y Parinacota, Chile. Figure 2. Church of the Nativity in Parinacota, built in the early 18th century. Arica and Parinacota Region, Chile.

Sus características constructivas y los momentos, o capas pictóricas anteriores a las actuales, cuyos vestigios son visibles en los muros, permiten afirmar que fue construida a fines del siglo xvii o a comienzos de la centuria siguiente (Fundación Altiplano 2012, 2020a).

La experiencia visual al interior del templo está dominada por la pintura mural que cubre gran parte de los muros, así como por el retablo del altar mayor que ocupa casi todo el testero del edificio. La única nave se abre a la izquierda a dos espacios secundarios. El primero, cercano al acceso, debió ser un baptisterio; el segundo, comunicado con el presbiterio, corresponde a la sacristía. Las reducidas dimensiones de la nave y la escasa altura de los muros otorgan un especial realce al arco toral que separa el presbiterio de la zona de los fieles, a la vez que destaca otras características estructurales como el cielo de par y nudillo.

LAS PINTURAS MURALES

Fue seguramente en las últimas décadas del siglo xviii que pudo ser realizada la pintura mural que actualmente admiramos en Parinacota. El hallazgo de azul de Prusia entre los pigmentos identificados obliga a pensar en una ejecución posterior al año 1740, momento en el cual se registra por primera vez el uso de este elemento en la pintura virreinal (Corti et al. 2009). Por lo demás, la presencia de la representación del monarca en la escena de la defensa de la eucaristía, en la parte superior del coro, hace razonable pensar que la obra es anterior a la consolidación de los procesos de emancipación, ocurrida en estos territorios a comienzos de 1825. A su vez, las vestimentas de algunos personajes, como los que figuran en las escenas del juicio final, la confesión y en la adoración de la eucaristía, corresponderían a las de uso habitual en los últimos años del reinado de Carlos iii (1759-1788) (Leira 2007: 90).

Ahora bien, las pinturas de Parinacota pueden ser consideradas como manifestación de un fenómeno más amplio, el de una verdadera campaña de ejecución de pinturas murales en iglesias y capillas en el entorno altiplánico, como se constata al observar las dataciones de los conjuntos que se conservan en la región. También puede aceptarse que la mayoría de las pinturas murales de Curahuara de Carangas y las que se conservan en Soracachi, Pachama, Copacabana de Andamarca y Rosapata fueron realizadas a fines del siglo xviii y, por lo mismo, darían cuenta del fenómeno aludido. Este se integraría en un nuevo impulso que recibe la catequesis a partir del magisterio del papa Benedicto xiv (1740-1758), particularmente en las encíclicas Etsi minime (1742) y Cum religiosi aeque (1754), cuyos ecos se van a percibir en los sínodos y concilios americanos de la segunda mitad del siglo xviii, muy especialmente en el Sínodo de la Plata de 1771-1773 (Guzmán et al. 2017). En diversos documentos, el papa observa la necesidad de reforzar la catequesis para enfrentar el distanciamiento de la práctica cristiana de la población urbana y la ignorancia religiosa de aquellos que vivían en el ámbito rural, carentes de atención sacerdotal permanente.

El esfuerzo del papa debe entenderse en el contexto de la secularización de la sociedad europea durante el siglo xviii, proceso que se puede describir como un masivo alejamiento de la vida religiosa. Esta última circunstancia tenía especial sentido en el contexto americano. Para el pontífice todos los medios disponibles, incluida la pintura y la escultura, debían ponerse al servicio de dicho empeño. Los indicios de una auténtica campaña de creación de imágenes para la catequesis son claros durante la segunda mitad del siglo xviii en la diócesis de la Plata. Si bien la doctrina de Belén, a la que pertenecía Parinacota, se encontraba en la diócesis de Arequipa, es claro que lo planteado en el Sínodo de la Plata acerca de las imágenes sagradas y la catequesis tuvo un eco en estas localidades:

[…] ordenamos y mandamos a nuestros curas, conformándonos en todo al santo Concilio de Trento, tengan especial cuidado en que los que tuvieren en sus iglesias tanto de sus parroquias, como de sus anexos, estén pintadas y adornadas de forma que muevan a culto y reverencia, sirviendo de historia y libro donde se lea, y considere lo que se ha de imitar y seguir (de Argandoña 1854: 143).

Se trata de un mandato muy preciso, cuyas manifestaciones son visibles en muchas de las iglesias de la arquidiócesis, así como en templos situados en jurisdicciones eclesiásticas vecinas.

La Ruta de la Plata, es decir, el conjunto de caminos reales que unía Potosí y Chuquisaca con el puerto de Arica, debió favorecer la difusión de prácticas de diversa naturaleza. Por lo tanto, la masiva producción de pintura mural de la diócesis colindante fue un modelo que irradió a regiones que se encontraban en medio de esa vía comercial, como la doctrina de Belén. Esta activa creación de imágenes quedó reflejada, por ejemplo, en la documentación generada en 1778 con motivo de la llegada del cura Mariano Pacheco Peñalosa a la recién creada doctrina de Belén. En la toma de posesión e inventario anexo, señala que los templos de Santiago, Candelaria en el pueblo de Belén y San Andrés de Pachama, estaban pintados; de este último, se indica que su iglesia se encontraba “toda ella pintada” (ahl, legajo 416, 1778-1837, f. 18). Además, en una mención documental del año 1793, correspondiente a un inventario de la doctrina, el templo de Santiago Apóstol se describe como: “la iglesia parroquial de Crucero, toda ella pintada de colores finos con su coro de madera, sus dos puertas con sus llaves corrientes” (ahl, legajo 416, 1778-1837, f. 9).

Durante el proceso de restauración de la iglesia de Santiago de Belén, en abril del año 2020, fueron hallados fragmentos de pintura mural de dos momentos distintos. La más antigua, en el muro del testero, estaba compuesta por franjas rojas y ocres, programa ornamental que habría sido reemplazado a fines del siglo xviii por un ciclo de pinturas semejantes a las que se conservan hoy en Pachama y Parinacota, cuyas huellas se encontraron en la zona del sotocoro y en una de las hornacinas del retablo del calvario en el muro de la epístola. Evidencias de la anterior composición pictórica también se hallaron en la pintura mural del templo de Pachama durante su proceso de restauración en el año 2016 y en desprendimientos de pintura mural en el templo de Parinacota (Fundación Altiplano 2020b). Esto permitiría hablar de un reemplazo de programas pictóricos ornamentales por otros figurativos y narrativos con una mayor carga catequética, en consonancia con el énfasis que en esta materia imprimieron Benedicto xiv y el Sínodo de la Plata de 1771-1773.

EL CARÁCTER ORNAMENTAL Y PRESENTATIVO DEL PROGRAMA

Antes de reflexionar en torno de la lógica que articula las diversas escenas contenidas en los muros de Parinacota, resulta necesario atender a la función ornamental del programa. Las pinturas de Parinacota, como en tantos otros lugares, eran adornos del espacio sacro y presencia de lo que no se podía ver directamente con los ojos. El ambiente interior de la iglesia debía comunicar su carácter de núcleo irradiador de sacralidad, tal como lo recordaba el Primer Concilio Limense al ordenarles a los sacerdotes que procuraran “adornarla de arte que entiendan la dignidad del lugar […] dedicado para Dios y para el culto y oficios divinos” (Vargas 1951: 8); concepto que de manera más sintética reiteró el Sínodo de Arequipa de 1684: “tenemos encargado en estas Synodales el aseo, limpieza y adorno, que deve ponerse en las Iglesias” (1688: 73r). Se trataba de un lugar inusual, cargado de formas y colores, como no lo estaba ninguna casa del pueblo, lo que expresaba su carácter de territorio separado, distinto del espacio profano, y reservado para morada de lo sagrado. Al ingresar y estar rodeado por los muros pintados y las imágenes del retablo, el visitante quedaba circundado por imágenes de Cristo, la virgen María, los santos y ángeles, la corte celestial cristiana presente en sus muros.

Para calibrar adecuadamente esta dimensión de las imágenes se debe tener en cuenta que la estrechez de la nave del templo provoca que estas envuelvan al visitante, que estén siempre muy próximas a él, rasgo al que se debe sumar el efecto que tendría la costumbre de sentarse en el suelo y mirar las pinturas desde abajo. La experiencia de entrar a rezar, a ser instruido en el catecismo o a participar de los sacramentos, implicaba ser rodeado por pinturas a las que se debía mirar hacia arriba, imágenes que estaban ahí para manifestar la presencia de lo que no se puede ver, de lo que estaba ocurriendo y no podía ser percibido por los ojos (Palazzo 2016: 45-48). Así, desde un punto de vista cromático y ornamental, la presencia y visión de estas imágenes en el templo, tanto de aquellas figuradas como de los distintos registros de carácter más decorativo con motivos geométricos, vegetales y animales, sumergían a los fieles en una experiencia que implicaba un otro espacio y un otro tiempo, en definitiva, un otro mundo.

EL CICLO DE PINTURAS DE PARINACOTA

Un primer aspecto que parece necesario abordar es el de la distribución de las imágenes al interior del templo (Corti et al. 2013).(1) En el muro de la epístola, justo al ingresar por la puerta, se encuentra la escena de mayor tamaño de todo el ciclo pictórico; ella representa el juicio final, cuyas figuras exponen ante los ojos el drama de la salvación y la condenación (fig. 3), pues en la composición aparecen tanto el fuego del purgatorio, de donde las almas son rescatadas para elevarse al gozo de la Jerusalén celestial, como el fuego del infierno donde ingresan los condenados por la boca de un flamígero leviatán. En el muro del evangelio, enfrentando el del juicio final, se hallan las representaciones de san Jorge matando al dragón y la de la Virgen Dolorosa (fig. 4a). A ambos lados de la puerta de entrada se pintaron dos sacerdotes confesando, uno con hábito franciscano y otro dominico (fig. 4b), y, sobre el dintel de la puerta, el episodio de los desposorios de la Virgen y san José; en la parte superior, a la altura del actual coro, una defensa de la eucaristía.

Figura 3. Juicio final. Pintura mural anónima del último cuarto del siglo xviii. Iglesia de la Natividad de Parinacota. Figure 3. Final Judgement. Painted mural. Anonymous. Last quarter of the 18th century. Church of the Nativity of Parinacota.

Figura 4: a) Nuestra Señora de Dolores; b) la confesión; c) adoración de la eucaristía. Figure 4: a) Our Lady of Dolores; b) the Confession; c) adoration of the Eucharist.

De regreso a la nave, a continuación del juicio final, avanzando en dirección al presbiterio, se ubican una adoración de la eucaristía (fig. 4c), dos estaciones de la pasión: Jesús con la cruz a cuestas y la crucifixión (5a y b), y la escena del bautismo de Cristo en el Jordán (fig. 6a). Por su parte, en el muro del frente, a continuación de la Virgen Dolorosa y de una puerta que da acceso al antiguo baptisterio, se ubican otras tres escenas de la pasión (el prendimiento, la flagelación y Cristo portando la cruz) y la imagen de san Jerónimo penitente (fig. 6b). Finalmente, sobre el arco toral se puede ver la figura de Dios Padre bendiciendo. Un comentario especial requiere la distribución de las cinco escenas de la pasión de Cristo, puesto que, atendiendo a la cronología de los acontecimientos, el muro sur contiene la primera y la última escena, mientras que el ubicado al norte la segunda, tercera y cuarta de este ciclo. Desde el punto de vista de la distribución física al interior de la iglesia, la primera imagen es el prendimiento de Cristo en la muralla norte, que sería segunda en orden cronológico. Luego, enfrentadas, se encuentran la oración en el huerto y Cristo en la columna, primera y tercera en sentido temporal. A continuación, también enfrentadas, están las escenas del camino al Calvario y la crucifixión, cuarta y quinta desde el punto de vista cronológico. El recorrido implica avanzar, retroceder y cruzar de un lado a otro de la iglesia.

Figura: 5 a) Jesús con la cruz a cuestas; b) Cristo atado a la columna o flagelación. Figure 5: a) Jesus carrying the cross; b) Christ at the Column or the Flagellation.

Figura 6: a) bautismo de Cristo en el río Jordán; b) san Jerónimo penitente. Figure 6: a) baptism of Christ in the River Jordan; b) saint Jerome in penitence.

La idea de un ciclo que obliga a zigzaguear por el templo no parece haber sido una excepción (Guzmán et al. 2016: 448). A diferencia de las páginas de un libro, las imágenes aquí discutidas no están ordenadas en forma sucesiva (Briones & Villaseca 1983; Mebold 1985; Chacama 2009). Quien ingresa a Parinacota es el que debe descubrir las posibles articulaciones del ciclo. Este procedimiento involucra físicamente al observador y lo obliga a recurrir a su memoria para ordenar el recorrido. No se trata de un caso único, pues el conjunto de imágenes de la Sagrada Familia en Soracachi y los grandes lienzos de Carabuco presentan también una distribución que no respeta el orden cronológico. Astrid Windus (2019: 61) propone una lectura de los lienzos de las postrimerías de Carabuco como una ruta meditativa, en donde el observador puede recorrer de cuadro en cuadro, “experimentar los tiempos y espacios transcendentales”, y, al mismo tiempo, leerlos desde la memoria local, con sus concepciones de tiempo y espacio, según las narrativas aymaras.

PARINACOTA Y SU PARTICULARIDAD EN EL CONTEXTO DE LA RUTA DE LA PLATA

Antes de profundizar en aspectos específicos del conjunto de imágenes, resulta necesario reflexionar acerca del propósito general de las pinturas. La documentación no permite saber quién las encargó. Sin embargo, si se asume el análisis de las imágenes pintadas en los muros de la iglesia de Parinacota desde la perspectiva del o de los comitentes, cabe afirmar que ellos debieron considerar necesario instalar un sistema de imágenes que fortaleciera la catequesis (Guzmán et al. 2014: 127-131). Esto se deduce a partir del repertorio de temáticas presentes, pues como en ninguna otra iglesia del contexto andino es posible encontrar representaciones que sintetizan los principales elementos contenidos en cualquier catecismo. La mayoría de los programas iconográficos tienen acentos más particulares, no poseen un repertorio de imágenes capaz de cubrir de manera general las ideas de la doctrina cristiana. En San José de Soracachi es la Sagrada Familia; en San Andrés de Pachama, un repertorio de santos; en Copacabana de Andamarca, las postrimerías y el acento ornamental. Ni siquiera en Curahuara de Carangas, iglesia que cuenta con un extenso repertorio de escenas, es posible cubrir tantas dimensiones de la catequesis cristiana como en Parinacota. Por ejemplo, no se representa el sacramento de la confesión y el énfasis en la pasión de Cristo es menos central que en Parinacota. Los muros de Curahuara de Carangas contienen un discurso en imágenes que se dirige a una población con atención sacerdotal permanente, en la que la catequesis se considera arraigada.

El caso de Parinacota es diferente. En un pequeño templo, con un repertorio de imágenes limitado, se buscó contener los elementos nucleares de la doctrina cristiana. El juicio final, pintado en el muro sur del templo, contiene referencias a la vida eterna, al pecado, la salvación y la condenación. La escena que por su tamaño domina el acceso al templo contiene una compleja representación en la que se sintetizan la resurrección de los muertos, los castigos del infierno, la purificación de las almas en el purgatorio y el ascenso a los cielos de quienes han sido justificados. Por lo demás, en la nave, la obra salvífica obrada por Cristo domina el programa pictórico mediante la presencia de cinco escenas de la pasión. Las imágenes de la oración en el huerto, el prendimiento de Cristo, la flagelación, el camino al calvario y la crucifixión, permiten aproximarse al misterio del sacrificio salvífico de Jesús. Luego, también se encuentran representados los sacramentos decisivos para animar la vida de la mayoría de los cristianos: bautismo, eucaristía, confesión y matrimonio (Guzmán et al. 2014). El bautismo de Cristo en el Jordán, la adoración de la hostia consagrada, la defensa de la eucaristía, el dominico y el franciscano confesando a miembros de la comunidad y los desposorios de la Virgen y san José, ponen de relieve la necesidad de acudir a los sacramentos para alcanzar la salvación. Finalmente, la invitación a una vida de oración y penitencia también se hace presente en imágenes concretas como en la figura de san Jerónimo o en la de la Nuestra Señora de los Dolores (Corti et al. 2013: 93). De este modo, se manifiesta la necesidad de adecuar la vida personal de los fieles que interactuaban con estas imágenes a las exigencias cristianas; no basta con creer y participar de los ritos.

Este particular carácter de los murales de Parinacota parece coherente con su condición de anexo de doctrina con escasa o intermitente presencia de sacerdotes, como lo muestra la documentación (aaa, legajo Arica Codpa, 1650-1835, Auto proveído, s/f). La extensión territorial del curato y la lejanía de la cabecera de doctrina dificultaron que Parinacota, como otras localidades andinas, contase con una atención religiosa regular (Chacama 2009: 8). Al mismo tiempo, se debe considerar que en Parinacota también convergía una población que residía en estancias distantes del pueblo, como la de Caquena, a cinco horas de caminata. De modo que, a la irregular atención sacerdotal que ocasionaba la lejanía de la cabecera de doctrina, se debe sumar la presencia de una población importante que no habría acudido con suficiente regularidad a las prácticas religiosas y tampoco a la enseñanza periódica del catecismo impartida por un fiscal.

En consecuencia, él o los comitentes habrían decidido suplir o reforzar la catequesis con un conjunto de imágenes que permitiera a los habitantes del lugar recordar los elementos centrales de la doctrina cristiana, sobre todo durante los largos períodos de ausencia de asistencia sacerdotal. Es en este sentido, por ejemplo, que tal vez se pueda explicar el particular acento concedido a la eucaristía, pues el Santísimo aparece dos veces representado: en la adoración eucarística y en la defensa de la eucaristía. Tal vez la ausencia de atención sacerdotal y, por lo mismo, del sacramento eucarístico en la celebración de la misa, hacía necesaria su redundante presencia en imágenes, con el objetivo de recordar a la comunidad la verdadera vocación litúrgica y sagrada del templo.

Como ya se indicó, en el mismo curato los murales de San Andrés de Pachama, pintados también a finales del siglo xviii, no presentan este carácter de catequesis en imágenes tan bien delineado en Parinacota. Probablemente su cercanía con Belén, cabecera de doctrina, no hacía necesario instalar un dispositivo pictórico de esta naturaleza (Guzmán et al. 2016). El ciclo de pinturas murales de Pachama se puede caracterizar de tres formas. La lectura primaria sostiene que se trata de un conjunto de representaciones de santos, entre otros: san Andrés, san Pedro, san Isidro, san Cristóbal, san Jorge y san Miguel Arcángel. A estas se suma la presencia en la portada de la Virgen del Rosario bajo la forma de Nuestra Señora de Pomata. El repertorio podría responder a las devociones locales o las impulsadas por alguno de los sacerdotes activos a fines del siglo xviii.

Por su parte, Juan Chacama (2009: 14-24) propuso, acertadamente, interpretar las pinturas como un instrumento al servicio de la extirpación de idolatrías, en atención a la presencia figurada de san Jorge y san Miguel Arcángel. La lucha de ambos contra monstruos y fuerzas infernales se referiría a la necesidad de combatir las prácticas ajenas al cristianismo que aún sobrevivían. Finalmente, esta propuesta se puede articular con una lógica agrícola del programa de imágenes. Ello no responde solo a la presencia de san Isidro Labrador y san Cristóbal ‒santo protector de los que cuidan árboles‒ sino sobre todo a la elección de las advocaciones principales, Nuestra Señora del Rosario y san Andrés, cuyas fiestas están vinculadas a las celebraciones de siembra de finales de año (Guzmán et al. 2016: 253-256). El hecho es que, en la misma doctrina, se conserva un ciclo de pintura mural, como el de Pachama, del todo inoperante para transmitir la catequesis, junto con otro, el de Parinacota, cuyas imágenes pueden dar cuenta de todos los aspectos centrales de la doctrina cristiana. Este contraste permite testimoniar la adecuación de estas intervenciones pictóricas a las condiciones específicas de cada comunidad.

LAS PINTURAS MURALES COMO TESTIMONIO DE LA ADHESIÓN AL CRISTIANISMO DE LOS HABITANTES DE PARINACOTA

Junto con la funcionalidad catequética, el programa pictórico de Parinacota manifestaría la proximidad de la comunidad local al cristianismo y, si se quiere, su inserción en la historia de la salvación. Pareciera que un signo de ello es la profusa y predominante representación de personajes que, a todas luces, proceden del mundo indígena. Efectivamente, una pareja de nativos, orantes de rodillas, fue pintada ante la hostia expuesta en la custodia en la escena de la adoración eucarística; un hombre de larga melena, como distintivamente se los suele representar, fue pintado confesando sus pecados ante uno de los sacerdotes. A la vez, la ausencia casi total de figuras barbadas en el juicio final hace pensar en escenas que muestran a los habitantes del lugar.

En consecuencia, son ellos quienes adoran la eucaristía y confiesan sus pecados al sacerdote; los que figuran en el infierno, el purgatorio y el cielo pintado en los muros de la iglesia, y es uno de sus curacas, como se verá más adelante, quien parece luchar contra las tentaciones infernales en el centro de la escena del juicio final (Corti et al. 2011). Estas imágenes sugieren que la comunidad de Parinacota participa en su conjunto del acontecimiento de la salvación. Por tanto, las pinturas no solo son instrumentos para cristianizar a quienes entran a la iglesia. Cada una de ellas es, al mismo tiempo, demostración, genuina o figurada, de la condición de indios de iglesia, es decir, pertenecientes a una comunidad evangelizada que habría caracterizado a quienes vivían en Parinacota.

La estrategia de manifestar en imágenes la adhesión de una comunidad a la vida cristiana no es excepcional. En Curahuara de Carangas se representó a dos curacas adorando a Cristo crucificado, y en el coro de Pachama se pintaron indígenas interpretando música sacra. Las escenas de nativos o curacas siendo bautizados son habituales. Entre ellas destacan las representaciones de Carabuco y Curahuara de Carangas (Mardones et al. 2021). Sin embargo, en la mayoría de las iglesias, como en las recién mencionadas, su presencia se limita a una o dos imágenes. En cambio, las pinturas murales de Parinacota contienen cinco escenas en las que se manifiesta el fervor cristiano de la población local. Las pinturas nos hablan, una vez más, de que algo particular estaba ocurriendo allí a fines del siglo xviii. Circunstancias cuya naturaleza exacta desconocemos impulsaron a insistir, una y otra vez, por medio de las imágenes, en la condición de cristianizados de los indígenas del lugar.

Es tentador pensar en esta insistencia como una estrategia de la comunidad que contrarresta el énfasis catequético impuesto por el cura doctrinero. Lo cierto es que las pinturas murales dan cuenta de un diagnóstico de ignorancia religiosa que convive con un testimonio de activa participación en las prácticas de la Iglesia por parte de la comunidad. Tal vez esa era la situación o quizá las escenas de nativos confesándose, o adorando la eucaristía, son solo un modelo a seguir, no una realidad. En este sentido, se debe prestar atención a la factura de las pinturas, su materialidad, así como su particular iconografía, que evidencian una activa participación local en la configuración de las imágenes (Guzmán et al. 2021). Por tanto, no se debe descartar que esta intensa participación indígena representada en los muros de Parinacota se deba a la agencia del curaca o de otros actores locales. Es por ello que resulta necesario prestar especial atención a las figuras del puma, la serpiente y la del curaca con dos máscaras.

EL PUMA Y LA SERPIENTE

La observación y análisis de las figuras del puma y la serpiente, por una parte, y la del curaca con dos máscaras, por otra, permite enfrentar de otro modo la duda acerca de si las escenas de indígenas participando de los sacramentos son testimonios de una realidad o no. El verdadero dilema no es si la adhesión al cristianismo de los habitantes de Parinacota es auténtica o simulada. El problema es si la observación de las escenas mencionadas podría entregarnos aún más información sobre la comunidad de Parinacota. Como ya se ha señalado, es posible que lo presentado por las imágenes coincida con lo que ocurría en el siglo xviii, es decir, los miembros de esta comunidad, aunque ignorantes en doctrina cristiana, recibían sacramentos, se confesaban y adoraban la eucaristía. Pero, esto no era impedimento para que muchas prácticas no cristianas mantuvieran plena vigencia. Los habitantes de Parinacota, como tantos otros en Hispanoamérica, debían realizar una transacción con ellos mismos para compaginar su relación con las sacralidades andinas y cristianas, para definir la esfera y jurisdicción de cada una (Gutiérrez 2013; Hidalgo & Castro 2014). Las escenas de indígenas adorando la eucaristía o confesando sus pecados parecieran mostrar una adecuación sin contratiempos a las prácticas sacramentales y devotas de contexto cristiano; nada pareciera decirnos de esas contradicciones y negociaciones. Sin embargo, los mismos muros de la iglesia contienen claves por medio de las cuales es posible aproximarse a esas complejas articulaciones.

Figura 7. Detalle de cenefa ornamental. Figure 7. Detail of ornamental border.

Efectivamente, las pinturas murales de Parinacota muestran esta tensión que se traduce en una penetración de lo andino en el ámbito cristiano y, al mismo tiempo, en una cristianización de las prácticas andinas. El ejemplo más significativo de este proceso se puede observar en la presencia de unas cabezas de puma pintadas en los muros que rodean el altar (fig. 7). Se debe tener en cuenta que no se trata de un caso único, ya que la iglesia de Pachama (Corti et al. 2014), así como las de Oropesa y San Jerónimo (Flores et al. 1991: 169), cerca del Cusco, conservan imágenes semejantes. En el caso de Parinacota, se trata de una franja a modo de cenefa en la que se insertan alternadamente cabezas de pumas y de querubines. Si bien esta figura podría ser interpretada como una representación angélica, de acuerdo con la opinión del Pseudo Dionisio Areopagita (1995 [438-528?]: 176) quien plantea que una de las formas visibles de los ángeles es la de león, parece difícil soslayar la carga simbólica que el puma poseía en el contexto andino. Además, se debe agregar que se trata de una cabeza de puma humanizada que se asemeja más bien a una máscara de felino, característica que permite establecer una asociación entre la imagen y los usos rituales de la figura del león americano. Efectivamente, en el contexto andino el puma se vincula al valor de los guerreros, a la fecundidad de la tierra y la fertilidad del ganado (Corti et al. 2014).

Es conocida la práctica de depositar pequeñas figuras del animal en fuentes de agua con el fin de proteger a los camélidos que ahí abrevan (Castro 2009: 245-255). También está bien documentado el uso de pieles de puma en contextos rituales asociados a la impetración por las lluvias (Cieza de León 2000 [1553]: 374-375). La documentación da cuenta de la existencia de danzantes que se cuelgan la piel de puma por la espalda, cubriendo su cabeza con la del puma (de Ávila 1983: 33). A fines del siglo xviii la práctica seguía vigente en muchas regiones, como lo demuestra la lámina B. 171 del Códice Trujillo, del Perú, cuya imagen muestra a unos danzantes vestidos con pieles de puma. Otro ejemplo de la vitalidad del vínculo entre el felino andino y las aguas se puede observar en las representaciones de arcoíris que brotan de cabezas de puma, imagen que se encuentra en muchos keros coloniales (Martínez 2007: 1981-1982; Kuon de Arce 2011: 216). De modo que, en las inmediaciones del presbiterio, la zona con mayor carga simbólica de la iglesia, se pintaron figuras que remitían a prácticas locales, que desde una perspectiva cristiana debían ser extirpadas.

Los especialistas que han intentado explicar estas intromisiones iconográficas suelen afirmar que se trata de una manifestación de la resistencia indígena o, en la postura opuesta, de una estrategia de la Iglesia para cristianizar prácticas locales. Lo que es seguro, es que estas imágenes son fruto de una transacción, no entre los nativos y la Iglesia, sino más bien una articulación entre la identidad andina y la cristiana de la propia comunidad local. Es posible que recen a los santos, participen de los sacramentos cristianos, al mismo tiempo que confían en los pumas pintados como intercesores para asegurar la fertilidad de su ganado y la abundancia de las cosechas. No se trata de planos separados o de una simple convivencia. Las pinturas expresan un esfuerzo de articulación entre prácticas que correspondían a distintos contextos culturales.

Figura 8: a) detalle del juicio final; b) defensa de la eucaristía. Figure 8: a) detail of Final judgement; b) defense of the Eucharist.

Referirse a las cabezas de puma implica mirar las pinturas murales de Parinacota en un momento histórico, durante la segunda mitad del siglo xviii, en que la inserción de esta figura pudo tener una carga muy precisa. Efectivamente, la decisión de incorporar esta iconografía tan particular obliga a pensar que determinadas circunstancias de la comunidad justificaron su integración. Este decurso conduce a hacer referencia a una de las representaciones más enigmáticas del programa de pintura mural: el curaca de tres rostros que se encuentra en el centro de la escena del juicio final, cuya inclusión se debe entender a la luz de una situación histórica concreta (fig. 8a). La figura en cuestión no tiene propiamente tres rostros, sino un solo rostro que mira al frente y dos máscaras con rasgos españoles en los costados, cuyos principales distintivos son un bigote delgado y una nariz prominente (Corti et al. 2011: 388-391). Desde las fauces del Leviatán surge una serpiente que se acerca hasta casi tocar con su lengua bífida al curaca, mientras dos españoles parecen ofrecerle el poder político y el dinero contenido en una chuspa.

Todo parece indicar que se trata de una escena de tentación. El curaca, el mestizo y el español están vestidos, contrastando con la desnudez de los cuerpos de salvos y condenados en el resto del juicio final, señalando así que se encuentran aún en el tiempo histórico, donde la tentación es posible. Las máscaras permiten asumir identidades ajenas con el objetivo de contrarrestar la influencia negativa que representan, por lo que el hecho de que las máscaras no cubran el rostro del curaca es una clara manifestación del triunfo de su propia identidad (Cánepa 1993; McFarren 1993). En este sentido, es interesante observar que las máscaras que porta el curaca están rayadas encima, como si lo hubiesen querido proteger de esas identidades ajenas que podían controlarlo.

La sierpe que asedia al curaca es una imagen que, junto con la lectura de agente de la tentación, puede ser interpretada como la representación del amaru, palabra quechua que significa serpiente de gran tamaño. Su condición de ser poderoso explicaría su uso como atributo en la heráldica colonial de las familias que se consideraban descendientes de los incas (Gisbert 2008a: 156-168). Por tanto, el amaru que tienta al curaca es, a su vez, un signo reconocible de la identidad andina. Dicotomía que se acentuó en el contexto de las rebeliones de finales del siglo xviii. Si las pinturas fueron ejecutadas poco después de 1780, el representado es Diego Felipe Cañipa, curaca de Codpa que por su lealtad a la Corona fue condenado a muerte por las fuerzas rebeldes durante las rebeliones de Tupac Amaru (O’Phelan 1988; Hidalgo 2004: 261). Esto permite precisar aún más la interpretación de la extraña escena pintada en el juicio final. El poder y el dinero ofrecido por los españoles podrían hacer olvidar al curaca su identidad (Corti et al. 2011: 393-395). El amaru, por su parte, junto con representar al demonio y ser un elemento de la heráldica de las familias incas, era una deidad andina asociada al rayo y a los cursos de agua (Chacama 2004). Igualmente, se debe agregar que en el contexto posrevolucionario podía ser leída como representación de Tupac Amaru (Estenssoro 1991), cuyo nombre de familia era indicativo de su alcurnia (Chacama 2009: 24).

De todos modos, es cierto que la figura de la serpiente está presente en muchas pinturas coloniales, en ocasiones bajo la forma de Leviatán, como en las escenas del infierno de Copacabana de Andamarca, Curahuara de Carangas y Carabuco (Gisbert 2008b: 44; Gisbert & de Mesa 2010; Mardones 2020: 270-271). La peculiaridad de Parinacota es que la delgada serpiente que surge de las fauces del Leviatán se aproxima a un curaca para tentarlo, rasgo al que se agregan representaciones de pumas que obligan a una lectura asociativa. Si efectivamente la serpiente es Tupac Amaru sería necesario releer el sentido de las cabezas de puma del presbiterio, pues la figura del felino andino era la enseña de Pumacahua, quien comandó los ejércitos leales a la Corona durante las rebeliones. Como se puede ver con claridad en la pintura mural que se conserva en el exterior de la iglesia de Chinchero, la serpiente y el puma fueron emblemas de traición y fidelidad a la Corona, respectivamente (Flores et al. 1991: 186). Sin embargo, el puma de la iglesia de Chinchero sigue más bien la línea del felino rampante, imagen heráldica que parece coherente con las pretensiones de Mateo Pumacahua de ser descendiente de Huayna Cápac y con su ambición de tener un alto cargo en la administración colonial (Gisbert 2008a: 212-218).

Volviendo a Parinacota, la figura del felino también está presente a los pies del monarca, en la escena de la defensa de la eucaristía pintada en el coro alto de la iglesia, iconografía que tuvo gran circulación en tiempos de la posrebelión (fig. 8b). Esta imagen posee una particular relevancia, pues el monarca acompañado de un puma defiende el sacramento de los ataques de los infieles. Por tanto, surge con naturalidad la contraposición entre el animal leal a la Corona y el hombre con turbante que ataca lo que España defiende. Indudablemente, la iconografía de Chincheros tiene una configuración muy distinta a lo que se encuentra en Parinacota, y no es posible pensar en una influencia directa de esas imágenes. Sin embargo, todos sabían que las enseñas de Pumacahua y Tupac Amaru eran el puma y la serpiente, respectivamente.

Si las tensiones provocadas por la rebelión tocaron con fuerza a los Altos de Arica, cobrando la vida de su curaca, las cargas simbólicas de estas dos figuras debieron tener una particular fuerza en Parinacota y en la región circundante. De modo que no es posible confirmar que las cabezas de puma del presbiterio y el puma sedente que acompaña al monarca en la defensa de la eucaristía hayan sido concebidas en su origen como representaciones del indígena fiel a la Corona. Tampoco se puede asegurar que la serpiente que se cierne sobre el curaca en el juicio final fuese pintada inicialmente con la intención de figurar al rebelde. No obstante, es seguro que esa lectura debió surgir naturalmente en el contexto de las rebeliones; el puma ángel y protector del sacramento colisiona con la serpiente que tienta al curaca para que se aparte del camino cristiano. Las insurrecciones anticoloniales dejaron una huella palpable en las pinturas murales del mundo surandino, y la iconografía del puma y la serpiente es una de ellas (Cohen 2016: 145-181).

Igualmente, se debe tener en cuenta que la interpretación del puma y el amaru en las pinturas de Parinacota no se agota en su relación con las rebeliones. Las investigaciones acerca de los lenguajes coloniales subalternos, contenidos en keros, textiles, superficies parietales y otros formatos, han arribado a conclusiones que pueden ser relevantes para entender el papel de felinos y serpientes en la iglesia de la Natividad de Parinacota (Martínez 2009; Kuon de Arce 2011). El planteamiento central es que estos soportes visuales alternativos construyeron un imaginario de identidad andina (Martínez 2005), cuyos elementos constitutivos se traspasaron, en algunas ocasiones, a formatos europeos (Martínez 2007). En concreto, la presencia en keros y otros soportes de la figura del amaru o del arcoíris brotando de una cabeza de puma fue relativamente habitual, y los investigadores han coincidido en interpretarlos como representaciones de los relatos andinos prehispánicos aún vigentes al final del período Colonial (García 2007). Por tanto, es plausible que los habitantes de Parinacota pudieran identificar las cabezas de puma y la figura del amaru como contenedores de la memoria colectiva y signos de su identidad. Imágenes que, en su lectura cristiana, en la que el puma es ángel y la serpiente demonio, eran capaces de indicar qué parte de las antiguas tradiciones debía sobrevivir y cuál eclipsarse.

CONCLUSIONES

La documentación escrita que entrega noticias sobre lo que ocurría en Parinacota durante el siglo xviii es escasa, tal como ocurre con muchos pueblos periféricos. En este sentido, las pinturas murales son un antecedente insustituible para penetrar en las circunstancias del lugar. Tal vez es una ventaja esta carencia de antecedentes, pues gracias a ella surge la necesidad de hacerle ciertas preguntas a los muros de la iglesia de Parinacota.

Además de manifestar la sacralidad del espacio cristiano, las pinturas murales en estudio interactúan con la liturgia y hacen presentes por medio de imágenes las realidades sobrenaturales, remiten a una historia local registrada en líneas y colores. Son documentos que permiten conocer lo que estaba pasando en Parinacota a fines del siglo xviii, hablan de una comunidad que tenía características precisas.

Salta a la vista el poderoso énfasis catequético del programa, como no se puede ver en ninguno de los otros ejemplos de pintura mural de la región. Este rasgo provendría de un diagnóstico acerca del insuficiente conocimiento de la doctrina cristiana de los habitantes de Parinacota. Se trata de un auténtico catecismo en imágenes que supliría la falta de atención sacerdotal de quienes habitaban en el pueblo y, especialmente, de aquellos que residían en estancias lejanas.

En contradicción con este diagnóstico de ignorancia religiosa, las pinturas parecen testimoniar que los habitantes de Parinacota participaban de las prácticas cristianas, como se puede observar explícitamente en numerosas escenas. Se los representa asistiendo a los sacramentos y a su curaca luchando contra las tentaciones. También, en este caso, las imágenes que muestran a personas de la localidad son muchas más que las que se pueden encontrar en otras iglesias. Se trata de un acento peculiar.

Finalmente, la inserción de iconografías anómalas, como las cabezas de puma y el curaca con dos máscaras, supone una intención de articular los saberes locales con los cristianos. A su vez, la presencia del puma obliga a una lectura más compleja de la figura de la serpiente presente en el juicio final. Desde un punto de vista andino, las dos figuras animales están relacionadas con fuerzas de la naturaleza y sirvieron como contenedores de los antiguos relatos. Al mismo tiempo, una posible lectura cristiana los transfiguraría en ángel y demonio, en fiel e infiel. Luego, en el contexto de las rebeliones, se los puede leer como las enseñas de los indígenas leales a la Corona y de aquellos que se rebelan frente al dominio español. El curaca de las dos máscaras debe luchar contra las tentaciones del amaru y preservar su identidad.

En síntesis, las pinturas murales de Parinacota parecieran evidenciar que los habitantes de la localidad no han sido catequizados en plenitud. Pese a lo cual, como las imágenes lo muestran, participan activamente de los sacramentos y otras prácticas religiosas cristianas. Ignorancia y devoción que conviven con la voluntad de favorecer, mediante imágenes pintadas en los muros, una articulación de saberes que algunos perciben como contrapuestos. Así, la lectura del programa es modificada por circunstancias históricas precisas, como las alteraciones que se producen en la región en el contexto de las rebeliones anticoloniales del final de la centuria.

Agradecimientos Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i Vida Cotidiana, Sacralidad y Arte en los Pueblos de Indios de la Monarquía Hispana, pid 2020-118314gb-100, del Programa Estatal de Generación de Conocimiento y Fortalecimiento Científico y Tecnológico del Sistema de I+D+i y de I+D+i Orientada a los Retos de la Sociedad, financiado por mcin/ aei/10.13039/501100011033/. Los autores agradecen los pertinentes comentarios de los evaluadores.

ARCHIVOS

aaa, Archivo Arzobispal de Arequipa. Legajo Arica Codpa, 1650-1835, Auto proveído por el Iltmo. Sr. Obispo Cavero sobre que se tome información de los anexos que tiene el curato de Codpa, Altos de Arica y la feligresía que cada anexo tiene, 1739.

aaa, Archivo Arzobispal de Arequipa. Legajo Arica Codpa, 1650-1835, Francisco Fernández Cornejo, Averiguación por Francisco Fernández Cornejo de los anexos que tiene el curato de Codpa Altos de Arica y la feligresía que cada anexo tiene, 1739.

aaa, Archivo Arzobispal de Arequipa. Legajo Arica-Belén, 1694-1856, Demarcasión de la Doctrina de Velén y sus anesos, 1787.

aaa, Archivo Arzobispal de Arequipa. Legajo Arica-Belén, 1694-1856, Descripción de la Doctrina de Belén, 1787.

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