La capacocha del cerro Esmeralda. Relaciones textiles, identitarias e ideológicas en torno al culto de Huantajaya

The capacocha of Esmeralda hill. Textile, identity, and ideological relations around the cult of Huantajaya

Resumen

El presente artículo pone en discusión el significado prehispánico de la huaca o mina de Huantajaya en relación con la capacocha del cerro Esmeralda, sacrificio humano inca de dos doncellas, tema poco relevado desde la perspectiva etnohistórica. El sitio, ubicado en la región de Tarapacá (Chile), permite hipotetizar acerca de la existencia de una relación de culto entre dioses masculinos, asociados a los temblores, y deidades femeninas, vinculadas al significado prehispánico de la plata y el agua. Asimismo, a partir del estudio de Jorge Checura (1977), se enfatiza en el análisis arqueológico y etnohistórico de piezas y emblemas de poder presentes en el ajuar de las doncellas sacrificadas, consistentes en brazaletes, tres posibles llautu (cordeles de lana masculinos utilizados en la cabeza) y ornamentos plumarios; lo que posibilita acercarnos tangencialmente al ámbito socio-identitario de las jóvenes, así como a la simbología de esta capacocha.

Palabras clave: textiles, Huantajaya, capacocha, mina de plata, doncellas.

INTRODUCCIÓN

El presente artículo continúa la exposición de la capacocha del cerro Esmeralda presentada por Jorge Checura (1977), quien tempranamente estudió los restos del hallazgo. Lamentablemente, la mayoría de los objetos y su contexto fueron dañados al dinamitarse el lugar debido a la instalación de una antena de telecomunicaciones en el año 1976, impidiendo una comprensión precisa del contexto sacrificial. No obstante, se pudieron rescatar dos cuerpos femeninos vestidos y una serie de objetos, lo que nos permite esbozar una hipótesis acerca de quiénes pudieron ser estas doncellas y el rol que jugaron en esta capacocha.

Según diversas crónicas hispanas (de Betanzos 2015 [1551]; de Molina 2010 [1575]; Guamán Poma de Ayala 1615; Hernández Príncipe 1923 [1622]), una capacocha corresponde a un ritual cusqueño perteneciente al ámbito religioso incaico, en el que se sacrificaban niños, hombres, mujeres y animales para propiciar visiones oraculares, celebraciones cusqueñas –como el establecimiento de lazos políticos mediados por acontecimientos de la vida del Sapac Inca–, resolver conflictos territoriales, así como para prevenir o enfrentar catástrofes. Dicha petición emanaba desde el poder cusqueño y constaba, aparte del sacrificio, de una serie de dones que acompañaban a los sacrificados. Su destino habría sido la huaca provincial más importante del territorio, el Templo del Sol en el Cusco, así como otros templos de relevancia ideológica incorporados al Tawantinsuyu –como el de la Isla del Sol y Pachacamac– y otros circundantes al Cusco (Besom 2009).

Las interrogantes que motivan esta investigación apuntan a relevar la importancia del lugar donde se encontró esta capacocha, pues se ubica en una extensa veta de plata conocida como Huantajaya, la cual, como veremos al revisar el material etnohistórico, corresponde a un sitio minero prehispánico y colonial. A diferencia de otros contextos de capacocha descubiertos, localizados principalmente en alta montaña, este sacrificio tuvo lugar en un cerro de 905 msnm, sobre una falla tectónica denominada Quebrada de Huantaca. Estos aspectos, como la existencia de una mina de plata y una falla sísmica, permiten aproximarnos a la dimensión ideológica de esta huaca incaica, y con ello, al de esta capacocha.

Con respecto a los estudios acerca de los textiles del cerro Esmeralda, existen diversas investigaciones, como las desarrolladas en conjunto por Soledad Hoces de la Guardia y Ana María Rojas (2016; Rojas & Hoces de la Guardia 2022). Nuestra propuesta se enfocará en los elementos complementarios de estos tejidos y los símbolos de poder que los acompañaron, teniendo en cuenta que una capacocha era un sacrificio “solemne” (de Betanzos 2015 [1551]: 260). Por lo mismo, las piezas de plata y los símbolos de estatus, como los brazaletes, el tocado de plumas blancas y la presencia de tres llautu(1) con borlas de colores, nos entregan información acerca del contexto social que rodeaba a estas jóvenes. Además, la revisión de diversas crónicas de los siglos xvi y xvii permiten comprender la ideología que subyace detrás del sacrificio humano y del lugar destinado para ello.

EL ASENTAMIENTO DE HUANTAJAYA

La mina de Huantajaya, localizada a unos seis kilómetros del cerro Esmeralda (fig. 1), tuvo un rol significativo en el incanato, principalmente por la extracción de plata (Zori & Tropper 2010: 65). Después de la Conquista fue un importante complejo minero durante el siglo xvii y sobre todo el xviii (Brown 2015: 155), considerado por los españoles como el “Potosí del Pacífico” por la riqueza de sus minerales. Este antiguo asentamiento fue declarado Monumento Nacional de la comuna de Alto Hospicio en 2020, tanto por su relevancia en cuanto sitio prehispánico, como por su dimensión geológica y paisajística.(2)

Figura 1. Mapa de ubicación regional y recuadro con las ciudades de Iquique, Alto Hospicio, los sitios del cerro Esmeralda y del cerro Huantajaya. Figure 1. Map of the region with inset showing the location of the cities of Iquique and Alto Hospicio and the sites of Esmeralda hill and Huantajaya hill.

El nombre de “cerro Huantaca”, antigua denominación del cerro Esmeralda hasta el siglo xix, merece una atención especial. Pese a no existir una referencia directa en el diccionario aymara de Ludovico Bertonio (1984 [1612]), el Diccionario geográfico de las provincias de Tacna y Tarapacá, publicado por Francisco Riso Patrón en 1890, brinda algunos datos toponímicos: la palabra Huantaca está asociada a un asiento mineral de plata, cobre y níquel cerca de Iquique, “antes de llegar a Guantajaya”. En las fuentes coloniales de los siglos xvi y xvii, la región de Tarapacá y la riqueza de sus minas de plata son ampliamente citadas, tanto en crónicas tempranas como en aquellas más tardías (Cieza de León 2005 [1553]: 205; Pizarro 2013 [1571]: 167-169; de Murúa 2008 [1613]: 110).(3) Pedro Cieza de León (2005 [1553]: 205), uno de los primeros cronistas de la Conquista en dar una descripción geográfica minuciosa de la región, comenta:

En los valles de Tarapacá es cierto que hay grandes minas y muy ricas y de plata muy blanca y resplandesciente. Adelante de ellos dicen los que han andado por aquellas tierras, que hay algunos desiertos, hasta que se allega a los términos de la gobernación de Chile.

Pedro Pizarro (2013 [1571]: 168), quien tuvo en encomienda a varios indios para la explotación de las minas de la región de Tarapacá, menciona grandes cantidades de “papas de plata”, “redondas como a manera de turmas de tierra” o “bolas redondas”. Se refiere también al entorno geográfico, marcado por arenales y agua dulce:

Hay otra parte donde los Incas sacaban plata asimismo, como tengo dicho, que se llama Tarapacá. Tiene ese nombre de Tarapacá por un pueblo que ansí se llama, que está nueve leguas de estas minas. Están estas minas de Tarapacá en unos arenales. Doce leguas de estas minas está el agua dulce […]. Es el metal de plata que en estas minas hay muy rico, porque lo más que se ha sacado de ellas es plata muy fina, y aun quieren decir que tiene mezcla de oro. […]. Hay tantos veneros a manera de vetas en diez leguas alrededor de lo que se ha visto, como venas tiene una hoja de parra, y en todas partes que cavan, sacan metal de plata, uno más rico que otro (Pizarro 2013 [1571]: 167-168).

La presencia de los minerales en esta región fue, sin lugar a dudas, de suma importancia para el Tawantinsuyu. Sin embargo, sería erróneo considerar este sitio exclusivamente como una fuente de aprovisionamiento metalúrgico. Otros elementos deben ser tomados en cuenta para comprender por qué el cerro de Huantahaya fue escogido por los incas como escenario ritual de una capacocha.

IDEOLOGÍA EN TORNO A LO FEMENINO

Desde el ámbito ideológico inca, el agua y la plata están íntimamente ligadas al mundo femenino, la creación y, por ende, la vida. Dos grandes centros oraculares prehispánicos, el santuario de Pachacamac en la costa central peruana y el lago Titicaca en el altiplano, están entrañablemente vinculados a la dimensión acuífera, siendo “[…] dos megapolos oraculares de peregrinación de algún modo opuestos y complementarios, ubicados a los extremos acuáticos de un eje que iba de sureste a noroeste del Cusco” (Curatola 2017: 195).

En un contexto árido y desértico como el de la costa chilena y teniendo en cuenta las dificultades para obtener este recurso tan necesario para el asentamiento humano, el agua debió cumplir un rol imprescindible y sagrado. De tal manera, la localización del cerro Esmeralda frente al océano, sumamente venerado y afín a la Mamacocha –divinidad del agua–, tuvo probablemente un simbolismo especial. El Inca Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 175) hace referencia a la importancia de “la mar”, considerada como madre protectora y propiciadora de alimentos para los pueblos de la costa:

Es de saber que generalmente los indios de aquella costa, en casi quinientas leguas desde Trujillo hasta Tarapaca, que es lo último del Perú, Norte Sur, adoraban en comun a la mar (sin los ídolos que en particular cada provincia tenía) […]; y así le llamaban Mamacocha, que quiere decir Madre Mar, como que hacía oficio de madre en darles de comer.

Los otros contextos de capacocha en altas montañas, aunque relativamente alejados del mar o del océano, conservan en general una conexión con el agua, ya que presentan vistas al océano (Duviols 1967: 21), son reservorios de agua o se encuentran cerca de lagunas (como en los volcanes Sara Sara y Ampato). La presencia sistemática de especies de Spondylus, conchas marinas conocidas como mullu, o estatuillas antropomorfas y zoomorfas talladas como “hijas de la mar” (de Acosta 1792 [1590]: 45), sugiere un vínculo estrecho con el agua y la fertilidad (Vitry 2008: 13). Recientemente, las investigaciones subacuáticas en el lago Titicaca, dirigidas por el arqueólogo Christophe Delaere, han dado a conocer unas estatuillas de camélidos elaboradas con conchas marinas, similares a las encontradas en contextos de capacocha (Delaere & Capriles 2020). Lo tocante a lo acuífero podría estar reforzado al tener en cuenta que la palabra cocha, traducida por “mar”, “agua”, “laguna” o “estanque de agua” en los diccionarios coloniales (de Santo Tomás 1560: 74; Cerrón-Palomino 2014 [1586]: 68; González Holguín 1952 [1608]: 70), es la que compone el vocablo capacocha. Al respecto, Pierre Duviols (2016: 338) destaca un documento del Archivo General de Indias que habla de “[…] gentes que llamaban Capacocha que decían hijos de la mar […]”.

La plata, como metal sagrado asociado a Mama Quilla (la luna), está igualmente ligada al mundo femenino. Fue utilizada para la elaboración de objetos rituales, como las estatuillas antropomorfas y zoomorfas, las aquillas (vasos de plata u oro), usadas para ceremonias y alianzas, y de ornamentos como canipus (signos de poder colocados en la frente), brazaletes, collares o tocados. También fue usada en la realización de los conocidos tupus, característicos de la vestimenta de las mujeres de la élite. Las jóvenes doncellas sacrificadas en capacochas, tales como las del Ampato o del Sara Sara, llevaban ese tipo de elementos metálicos en su vestuario (Chávez 2001).(4) La cercanía entre la capacocha del cerro Esmeralda –realizada cerca de un asentamiento minero– y el mundo femenino se hace aún más evidente si pensamos que la palabra quechua Ccoya, con la que se designaba a la mujer y esposa principal del Inca o a la princesa heredera (González Holguín 1952 [1608]: 73), también se empleaba para nombrar la mina de plata. En el diccionario de González Holguín (1952 [1608]: 71) también aparecen las palabras Ccollqque chacra o Koya para hacer referencia a la mina de plata, lo cual implica una asociación directa con el mundo femenino. Asimismo, Antonio de la Calancha (1638: 470, 371) afirma que los indios rendían culto a los lugares con grietas, donde “crian fina plata” y que al “[…] oro [lo] llaman Coya, i al Dios de las minas de plata i a sus metales Mama”. Esta información permitiría inferir un culto a la fertilidad, en cuanto a su vinculación con la “crianza” de los metales en lugares con socavones (Bouysse-Cassagne 2005: 448).

La plata, el oro y el cobre fueron de suma importancia en el mundo prehispánico, no solo en el ámbito económico, sino también por su carácter simbólico. Los bienes de prestigio asociados a las deidades del panteón andino y las élites eran en su mayoría confeccionados con esos materiales. De tal manera, estos minerales sagrados y los bienes indicados estaban estrechamente ligados con el sistema económico, político y religioso del Imperio inca, formando parte del tributo que las provincias debían entregar al Estado (Zori 2018: 378), los que, además, eran empleados en ceremonias como la capacocha. Desde esta perspectiva, podemos comprender por qué lugares como Tarapacá y el Collasuyo en general, ricos en minas, productos marinos, agrícolas y ganaderos, tuvieron un interés específico para los incas, motivando su dominio. En ese sentido, la conquista de estas tierras sureñas iniciada por Pachacutec en el siglo xv, seguida por su hijo Tupac Inca Yupanqui y luego por Huayna Capac, así como la voluntad de descubrir y explotar las minas de esa región, han sido registradas en diversas fuentes coloniales. Fray Martín de Murúa (1613: fol. 50r) da cuenta de ello a fines del siglo xvi:

Concluido con el castigo de la prouincia del Collao hauiendo recibido los embaxadores de las prouincias de do le vinieron a dar la obediencia dio orden Tupa Ynga Yupanqui de descubrir minas, y ansi en aquel tiempo parecieron y fueron descubiertas las de Porco, siete leguas de Potossi, y Tarapaca de plata, y las de Chuquiapo y de Carabaya, de oro mas precioso y de mexores quilates que el celebrado de los antiguos de Tibar y otras muchas minas en diferentes prouincias de las cuales le trujeron ynnumerables riquezas de oro y plata de la qual mandó hazer ricas vaxillas y vasos preciosos, y de mucha estima para los sacrificios de sus ydolos y para magestad de su cassa.

Además de la riqueza mineral del territorio, debemos considerar otros elementos para comprender cuáles fueron las razones que motivaron la realización de una capacocha en el cerro Esmeralda. Esta no se encuentra en un santuario de altura, sino en un cerro frente al océano. Lo dicho contribuye repensar los marcos geográficos en los que fueron realizadas las capacochas, ya que se podrían asociar a las altas cumbres nevadas debido a los hallazgos que tuvieron lugar en la cordillera andina, como en El Plomo, Aconcagua, Lullaillaco, Ampato, Misti, entre otros. No obstante, aparte del caso del cerro Esmeralda, también existen otros sitios costeños atribuidos a capacochas, como en Pachacamac y Túcume en Perú, y en Isla de la Plata en Ecuador (McEwan & Lunnis 2022). Además, las fuentes coloniales (de Betanzos 2015 [1551]: 259; de Molina 2010 [1575]: 89) que describen rituales llevados a cabo en las huacas de máxima importancia en todo el Tawantinsuyu, así como el ejemplo del cerro Esmeralda, invitan a ampliar nuestra mirada hacia los espacios sacrificiales, sus significados y funciones.

SISMICIDAD, CULTO Y SACRIFICIOS

Al situarse sobre una falla tectónica en la Quebrada de Huantaca, la capacocha de Esmeralda pudo estar conectada, en su celebración y culto, a los temblores que sacudieron la región (Checura 1977: 127). En una leyenda sobre las minas de Huantajaya y Tarapacá se habla de un temblor ocurrido en esa zona. Aquel evento habría motivado a los indígenas del lugar a guardar silencio en cuanto a la ubicación precisa de tal mina:

Pues yendo por el camino, aconteció que la tierra tembló muy recio, y visto los indios el eclipse del sol y el temblor de la tierra, dijeron que aunque los matasen no descubrirían la mina, y así lo hicieron, que nunca quisieron mostrarla (Pizarro 2013 [1571]: 169).

La asociación entre catástrofes naturales y realización de ofrendas y sacrificios ha sido registrada en la documentación colonial. La erupción del volcán Huaynaputina en la región de Arequipa en 1600, cuyos temblores sacudieron violentamente la ciudad, motivó el retorno a antiguos cultos. Ventura Travada y Córdova (1958 [1752]: 21-22), al evocar tales desastres, menciona que durante esos sucesos el demonio Pichinique apareció en el río de la ciudad, reclamando por los sacrificios que le solían hacer:

[…] para aplacar mi enojo, es necesario que me ofrezcáis sacrificios como antes lo hacíais y reprendáis y amonestéis a los demás que vuelvan a sus antiguas ceremonias y ritos; y sabed que el castigo con que os amenazo ha de salir del cerro de Huainaputina, y asi id a él, desenojdame y ofrecedme sacrificios de carneros, aves, chicha y ropa en la forma que en vuestra gentilidad lo acostumbrabáis.

En las Informaciones acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, Juan Polo de Ondegardo (1917 [1571]: 4-5) comenta el vínculo entre temblores y sacrificios de niños, en una huaca del Chinchaysuyu, la cual

[…] era un pedazuelo de llano que allí estaba, en el cual decían que se formaba el temblor de tierra. Hacían en ella sacrificios para que no temblase, y eran muy solemnes; porque cuando temblaba la tierra, se mataban niños y ordinariamente se quemaban carneros y ropa, y se enterraba oro y plata.

Este posible enlace entre la capacocha del cerro Esmeralda y los temblores podría vincularse con el santuario de Pachacamac: “[…] –‘alma de la tierra, el que anima el mundo’– era un acertado oráculo capaz de predecir el futuro y controlar los movimientos de la tierra, pues una sola oscilación de su cabeza podía generar terremotos” (Pozzi-Escot 2017: 24). Desde épocas antiguas se realizaban en ese santuario ceremonias y probablemente sacrificios de capacocha, tal como los referidos en Ritos y tradiciones de Huarochirí:

Todos los años le ofrecían un cápac hucha sacrificándole gente de todas las provincias del Tahuantinsuyo, mujeres y hombres. Cuando llegaban a Pachácamac, enterraban vivas a las víctimas de ese cápac hucha diciendo: “Helos aquí, te los ofrezco, padre” (Taylor 2008: 101; énfasis del original).

Los vestigios incas hallados en diversos sectores de este santuario parecen corroborar la posible celebración del ritual. En el edificio conocido como el Cuadrángulo, fueron encontradas unas estatuillas antropomorfas y zoomorfas de Spondylus (Makowski 2019: 92-97). Además, un acsu o vestido procedente del Templo Viejo, presenta registros de colores e iconografías muy similares a los textiles del cerro Esmeralda (Ojeda 2012: 61).

El escenario en el cual se desarrolló esta capacocha es distinto a los conocidos santuarios de altura a más de 5000 msnm. En el caso estudiado, el ritual tuvo lugar en la costa desértica, rica en minerales, caracterizada por su aridez e impregnada de matices rojizos y amarillos, elementos que tuvieron una fuerte connotación simbólica e ideológica ligada a los mitos andinos. Esto se encuentra igualmente expresado en el ajuar y, particularmente, en la vestimenta de la niña y la doncella, lo cual favorece una mejor comprensión del estatus de estas jóvenes, tal como veremos a continuación.

DESDE LA ETNOHISTORIA: ¿QUIÉNES ERAN LAS JÓVENES O NIÑAS SACRIFICADAS?

Este contexto de capacocha está compuesto por dos cuerpos femeninos, uno correspondiente a una joven de aproximadamente 20 años, llamada la “doncella”, con características físicas que revelan un buen estado de salud; y una menor de nueve años, referida como la “niña” (Checura 1977: 127-129). Estudios recientes señalan que estas mujeres no presentan evidencias internas o externas de estrangulamiento, ni traumas corporales (Silva et al. 2014), lo cual permite pensar que, tras la ingesta de algún elemento adormecedor como la chicha –observada en casos como el Plomo y Llullaillaco (Ceruti 2015: 211)–, pudieron haber muerto por sofocación mediante su entierro en vida, tal como lo narra Juan de Betanzos (2015 [1551]: 163) para la capacocha de la Casa del Sol en Cusco. De hecho, en las fuentes coloniales se lee que aquellos individuos destinados a una capacocha morían de distintas formas, ya que “eran enterrados con sus ajuares” (de Betanzos 2015 [1551]: 196), emparedados vivos, adormecidos y sepultados en una cisterna sin agua (Hernández Príncipe 1923 [1622]: 61), ahogados (de Molina 2010 [1575]: 92) o asfixiados con un lazo, golpeados con un garrote (Cobo 1892 [1653:275]). También se ha sugerido la dinámica de una muerte rápida o sin mayor conciencia de ella, debido a la ingesta de algún líquido embriagador, como la chicha o el alto consumo de hojas de coca (Socha et al. 2022).

La doncella de Esmeralda, al igual que la del Llullaillaco, se encuentra en una posición sentada “estilo Buda” (Checura 1977: 129), con la cabeza sobre el pecho e inclinada hacia el lado derecho. En tanto, la del Llullaillaco presenta una posición de “sueño”, con su cabeza sobre el pecho, ligeramente inclinada hacia la derecha, piernas cruzadas y tronco inclinado hacia adelante, en postura similar a la doncella del volcán Sara Sara (Abal 2010: 230). Esta postura coincide con el relato de Hernández Príncipe (1923 [1622]: 62) sobre el entierro de Tanta Carhua: “[en] un depósito a modo de alacena, estaba la capacocha sentada a uso gentílico con alhajas de olletas, cantarillos y los topos y dijes de plata muy vistosos que el Inga le había dado en dones”. La niña, en cambio, se halló con la cabeza semi-inclinada, el mentón deprimido hacia el interior y el cuerpo flectado hacia la derecha (Checura 1977: 130), lo que coincide con el arreglo de la niña menor del volcán Llullaillaco, aunque su cabeza se encuentra erguida hacia delante (Ceruti 2015: 116).

Respecto de la selección de los infantes, existe una diferencia en el número de niños y niñas escogidas; aspecto que ha sido corroborado por la arqueología al constatar más casos sacrificiales de doncellas en todo el Tawantinsuyu. Bernabé Cobo (1892 [1653]: 275-276) observa una coincidencia en el registro de tributación de infantes y el “ministerio á que las destinaban”, añadiendo que las doncellas elegidas para el tributo eran llevadas a Cusco “conforme al número que á cada provincia cabía enviar aquel año”, y eran separadas para que sirviesen al Templo del Sol y el Trueno:

Otro buen número [se] apartaba y mandaba guardar para matar en los sacrificios que se hacían en el discurso del año, que eran muchos y por diferentes respetos, como por la salud del Inca, cuando enfermaba ó cuando iba en persona á la guerra; y para, si muriese, matar las que habían de enviar á la otra vida en su compañía, ó para muchas otras ocasiones […].

Sin embargo, es posible distinguir una diferencia en cuanto al tributo de niñas llegadas de todas las provincias, ya que también eran destinadas al servicio de templos y como “premio” a capitanes y parientes por el servicio que rendían al Inca (Cobo 1892 [1653]: 276). Además de esta tributación, para el sacrificio estaban consignados junto a sus ajuares, hijos de “caçiques y prinçipales” (de Betanzos 2015 [1551]: 196) y niñas o mujeres dedicadas al servicio de “sus dioses” (Cobo 1892 [1653]: 276). En torno a ello, de Molina (2010 [1575]: 93) señala que, cuando se conquistaban diversas naciones, se escogían niños o niñas “de lo más hermoso que podía aver entre ellos”. Asimismo, se distinguía la belleza a partir de las características de la piel, sin marcas, manchas o arrugas, tal como lo indican Hernández Príncipe (1923 [1622]: 60) y Guamán Poma de Ayala (1980 [1615]: 274) respecto de las vírgenes aclla o doncellas hermosas. Hernández Príncipe (1923 [1622]: 61) también nombra niñas como Tanta Carhua, quien “demostró lo que vino a ser”, aludiendo posiblemente a una categoría de belleza o a la posición de privilegio por ser la hija del cacique Caque Poma.

No obstante, sobre la preferencia de los acllas o hijos de señores étnicos en Hernández Príncipe (1923 [1623]: 61), cabe notar una omisión en cuanto a su proveniencia desde un acllawasi o “casa de las escogidas”, lugar de culto al Sol donde mujeres de todo el Tawantinsuyu realizaban diversas actividades económicas y rituales. Al respecto, y ayudándonos a dilucidar esta información, en el diccionario de González Holguín (1952 [1608]: 43) se distingue el significado de acllascca [elegido], acllay [elección] y el de acllacuna, como “mugeres religiosas que estavan en recogimiento escogidas para el servicio de su Dios el sol”. Por lo mismo, existiría una distinción entre los o las acllas en general y las acllacuna, especificadas o categorizadas por Guamán Poma de Ayala (1980 [1615]: 272) como “monjas acllaconas [escogidas], avadesa, mamacona [señoras] y monjas”; habiendo “[…] seys maneras de vírgenes a los ídolos y seys maneras de vírgenes comunes en todo el rreyno”, indicadas como: guayrur aglla o escogida principal, sumac aclla o escogida hermosa, uayror aclla o escogida del wayruru que es hermosa, sumac acllap catiquin de 35 años, aclla chaupi catiquin de mediana edad, pampa acllaconas o escogidas campesinas y vírgenes aclla (Guamán Poma de Ayala 1980 [1615]: 272-274).

Además, es posible observar que, a través de la palabra sumac, se les otorga una categoría en cuanto a la “hermosura” (Cerrón-Palomino 2014 [1586]: 279). Esta pareciera ser, entonces, un criterio de clasificación, pues Cobo (1892 [1653]: 275) se refiere a la existencia de un encargado de reclutar niñas llamado Apupanca, “el cual, discurriendo por los pueblos de su jurisdicción, tenía potestad de señalar todas las que á él le pareciesen hermosas y de buena traza y disposición, desde ocho ó nueve años para abajo, á las cuales llamaban Acllas […]”. José de Acosta (1792 [1590]: 35-36]) explica que, en la “casa de las escogidas”, las doncellas

[…] eran doctrinadas por las Mamacónas en diversas cosas necesarias para la vida humana, y en los ritos y ceremonias de sus Dioses: de allí se sacaban de catorce años para arriba, y con grande guardia se enviaban á la Corte: parte para los sacrificios ordinarios que hacían de Doncellas, y otros extraordinarios por la salud, ó muerte, ó guerras del Inca […].

Según lo señalado en estas crónicas, serían tres las posibles categorías de identificación de las niñas del cerro Esmeralda: hijas de jefes provinciales o principales del Cusco, acllas entregadas en tributo o escogidas en general y sumaq acllas, preferidas por una cualidad atribuida a su belleza. Este último aspecto será discutido a continuación, a partir de la vestimenta y algunos elementos que posee este ajuar.

LA PRESENCIA DE SÍMBOLOS DE PODER: TEXTILES, PLUMAS Y PLATA

Las ofrendas recuperadas de la capacocha del cerro Esmeralda –albergada hoy en la colección del Museo Regional de Iquique– están compuestas por un rico conjunto de más de 70 piezas textiles, como vestidos o acsus, mantos o llicllas, fajas o chumpis, bolsos o chuspas y talegas; cordeles, cordones, tres llautu (cordel de lana trenzada de diversos colores puesto en la cabeza de los hombres), un tocado y un gorro (Hoces de la Guardia & Rojas 2016; Rojas & Hoces de la Guardia 2022). El ajuar también cuenta con objetos de cerámica, como jarros, escudillas del estilo Pacajes, ollas y un aríbalo. Además, contiene piezas de metalurgia y otros materiales, como brazaletes y adornos de plata, tupus; un collar de Spondylus o mullu, un colgante del mismo material; un recipiente de calabaza; una cuchara de madera, un tubo de rapé, hojas de coca y restos de alimentos (Checura 1977; Ojeda 2012).

En este apartado nos enfocaremos en el análisis de algunas piezas textiles de la vestimenta de las niñas y símbolos de poder, tales como brazaletes, tocados de plumas y llautu, además de la recurrencia del color rojo y amarillo en la mayoría de las prendas y la presencia de cinabrio sobre algunos textiles (Checura 1977: 138; Arriaza et al. 2018). Cabe destacar la gran cantidad de ofrendas textiles en cada capacocha, lo que, desde nuestra perspectiva, alude a un ámbito de identidad social de estas jóvenes que se inserta en un sistema de comunicación enlazado con una matriz mitológica femenina. Esta génesis en torno al hilado como arte ancestral femenino es interpretado por Ruth Corcuera (1987: 57) a través del mito de Mama Ocllo y la enseñanza del tejido como un soporte de memoria, aspecto ideológico que permitiría comprender los textiles ofrendados en una capacocha como un “hilado” temporal unido a espacios primigenios.

Sobre este rol ligado con lo femenino y lo sagrado, Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 4) documenta a mujeres de una misma casta perteneciente a la “casa de las escogidas”, quienes eran seleccionadas por su linaje o belleza y se dedicaban como novicias a tejer, hilar y coser (fig. 2). Esta información podría significar, según la cantidad de piezas textiles encontradas, que ambas jóvenes del cerro Esmeralda podrían haber venido de una de estas casas y que, tal vez, estuvieron emparentadas con alguna panaca cusqueña o élite provincial, como veremos en el estudio del significado de los colores rojo y amarillo, así como de los emblemas de poder.

Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 6) sostiene que en las “casas de las escogidas” las doncellas se dedicaban a hilar, tejer y

[…] hacer todo lo que el Inca traía sobre su persona, de vestido y tocado, y también para la Coya, su muger legítima. Labraban asimismo toda la ropa finísima que ofrecían al Sol en sacrificios: lo que el Inca traía en la cabeza era una trenza llamada Llautu, ancho como el dedo merguerite y muy gruesa, que venía a ser casi cuadrada, que daba cuatro o cinco vueltas a la cabeza, y la borla colorada que le tomaba de una sien a otra.

Lo dicho por Garcilaso de la Vega permite inferir que el extenso ajuar de tipo cusqueño, como las mantas, fajas y vestidos, con indicios de quema y sin uso (Ojeda 2012: 13), pudo haber sido confeccionado para las niñas sacrificadas como ofrenda al Sol, al igual que los tres llautu presentes en las ofrendas, los cuales se observan también en diversos contextos de culto y de prestigio (fig. 3).

Figura 2. “Primer capítulo de las monjas Acllaconas”. Lámina referente a las escogidas de un acllawasi (Guamán Poma de Ayala 1615: 298 [300]). Figure 2. “First chapter of the Acllaconas nuns”. Plate referring to the chosen ones of an acllawasi (Guamán Poma de Ayala 1615: 298 [300]).

Sobre el uso del llautu, Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 202) transmite que el Inca, en cuanto hijo del Sol, entregó a sus súbditos diversas insignias que habrían de usar en sus cabezas, con el fin de ennoblecerlos (fig. 3). Este cordel era de uso masculino y servía como símbolo distintivo “[…] para ser conocidos unos entre otros” (Cieza de León 2005 [1553]: 303-304), mientras que el Inca se ponía una corona trenzada o llautu, llamada también pillaca, de la cual colgaba una borla y un bonete de plumas como diadema. Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 202) afirma que estos adornos cefálicos “nobles” se empleaban en ceremonias de importancia como, por ejemplo, en reuniones del Consejo Real (Guamán Poma de Ayala 1980 [1615]: 366). Estas referencias permiten inferir que los posibles llautu implicaron una distinción política asociada a la élite masculina a la cual perteneció la doncella.

Los llautu de esta capacocha están hechos de lana de alpaca trenzada, con terminaciones en borlas rojas y amarillas en sus extremos. Poseen un diámetro de 1,5 cm y fueron encontrados debajo de la cabeza, de la cintura y de los pies de la doncella. Checura (1977: 139) destaca que

Se trata, en realidad, de dos trenzas unidas entre sí por otra más delgada, lo que permite dar tres y media vueltas alrededor de la cabeza. Las medidas y los colores como así también la paicha (borla) se ajustan a lo descrito por Garcilaso […].

Figura 3. Ejemplos de llautu con borlas usados por personajes importantes en diversos contextos: a) en el capítulo “Ídolo de los ingas”, al costado inferior izquierdo puesto como ofrenda (Guamán Poma de Ayala 1615: 264 [266]); b) en el capítulo “Primer capitán Inga Yupanqui”, colgado en la pared (Guamán Poma de Ayala 1615: 145 [145]); c) en el capítulo sobre los entierros de los Conde suyus, como corona trenzada sobre la “momia” (295 [297]). Figure 3. Examples of llautu with tassels used by important figures in various contexts: a) in chapter “Idol of the Incas”, on the lower left side, placed as an offering (Guamán Poma de Ayala 1615: 264 [266]); b) in chapter “First Inca captain Yupanqui”, hanging on the wall (Guamán Poma de Ayala 1615: 145 [145]); c) in chapter on the burials of the Conde suyus, as a braided crown on the “mummy” (Guamán Poma de Ayala 1615: 295 [297]).

La ubicación de los llautu encontrados junto al cuerpo de la doncella es interpretada a partir de la cosmovisión inca de los planos Hanan (arriba), Kay (medio) y Hurin Pacha (abajo), además del rol textil que definió Corcuera (1987: 58) y el aspecto tridimensional del textil, como un marcador de poder ligado al prestigio social de su portadora y la identificación de la huaca de su pueblo. Con respecto a esta interpretación, Garcilaso de la Vega (1918 [1609]: 216) comenta que la deidad “Pachacamac” –donde Pacha es asociado en quechua al “principio del mundo” (González Holguín 1952 [1608]: 183)– estaba vinculada a la huaca cúltica de los metales; en tanto que de Molina (2010 [1575]: 37) indica que las prendas rituales se asociaban a la vestimenta de la huaca de cada pueblo. Es decir, según de Molina, cada pueblo tenía un atuendo específico utilizado para los ritos de mayor importancia, según los ropajes con los que se vestía su huaca de origen. Además del hecho de que la doncella haya podido tener un estatus importante dentro del sistema social inca, esta información permite inferir que su ajuar textil podría estar inserto en ámbitos de poder vinculados con la vestimenta de una huaca femenina originaria, si consideramos que el lugar escogido para el sacrificio fue la mina de plata de Huantajaya.

En cuanto al uso de tocados, existe una diferencia con respecto a la materialidad con la cual fueron hechos, ya que la doncella portaba uno de plumas y la niña uno sin ellas. El tocado de la doncella es un bonete semicircular a modo de abanico hecho de plumas blancas (Checura 1977: 138). Según el sistema estético-social inca, las plumas no solo constituyeron un bien de prestigio, sino también un símbolo de identidad anclado directamente a su portador y su jerarquía social (Velardez 2018: 220). En su expresión simbólica, los tocados cefálicos de arte plumario contenían una agencia en el ámbito propiciatorio emanado desde el poder del ave proveedora de las plumas (Velardez 2018: 239). Estos objetos de prestigio eran indicadores de un estatus superior, que se demostraba mediante el color y sus matices (Abal 2010: 108).

Los análisis preliminares efectuados por Jorge Checura (1977) no incluyen información acerca de la procedencia de las plumas. Sin embargo, como lo establece Belén Velardez (2018: 238), el tocado de la doncella de Esmeralda es muy similar al del nevado de Ampato y al de la doncella del Llullaillaco, el cual está hecho presumiblemente con plumas de garzas (Abal 2010: 339) (fig. 4). Este aspecto hace pensar en una posible transversalidad en el uso de este material que se vincula con fuentes de agua, como ríos, estanques y lagunas. Además, aunque este tipo de tocado no esté referenciado en las láminas de Martín de Murúa o Guamán Poma de Ayala, es posible inferir a partir de su porte en estatuillas antropomorfas, que esta prenda se asocia al mundo de los ancestros y los lugares fundantes, ya que los “bultos vestidos” corresponderían a una suerte de “hermano ritual” de la persona de carne y hueso (Hernández 2012: 249). Se observa con ello que las estatuillas masculinas y femeninas en miniatura poseen características fisonómicas únicas y que están vestidas con patrones idénticos a los de tamaño real (Hoces de la Guardia & Rojas 2016).

A pesar de que en la capacocha de Esmeralda las figuras antropomorfas no están presentes debido al saqueo sufrido tras el hallazgo (Checura 1977: 135), es posible proponer que el tocado de plumas blancas sin teñir podría significar, tanto en este caso como en los otros aludidos, la existencia de una relación de culto entre las doncellas y la calendarización de fiestas lunares propias de la Colla (Cobo 1892 [1653]: 293). Esto se debe a que la consorte del Sapac Inca también tenía la atribución de solicitar sacrificios humanos de infantes y mujeres –“Capaccocha”– en ocasiones concernientes a la vida del Inca y la Coya (de Murúa 2004 [1590]: 178-179)(5) y en fiestas como la Coya Raymi, dedicadas a la Luna o Quilla (Guamán Poma de Ayala 1980 [1615]: 233). Asimismo, en el estudio de un documento judicial de 1559 que habla de la capacocha de Canta, Rostworowski (2015: 79) propone que en tiempos del Inca Huascar “[…] se mandaron hacer dos Capacochas, de las suso dichas, una para su muger e otra para él […]”. Esta información permite pensar que algunos de estos sacrificios no solo aludían a lo masculino, sino también con el poder político e ideológico de lo femenino.

Figura 4. Tocado de la doncella del Llullaillaco y estatuilla femenina de plata. Largo: 46,4 cm, alto: 33,5 cm. Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta (fotografía de las autoras). Figure 4. Headdress of the maiden of Llullaillaco and silver female figurine. Lenght: 46,4 cm, height: 33.5 cm. Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta (photo by the authors).

Como se indicó antes, la niña menor posee un tocado, pero este es cónico y sin revestimiento de plumas, y es considerado por Checura (1977: 143) como tosco y de menor alcurnia. No obstante, a pesar de que el autor también revela (Checura 1977: 143) que fue tejido con la misma técnica que el tocado de plumas de la doncella y que, probablemente, ambos procedían del Cusco, solo el de la doncella es similar al de las figuras femeninas de manufactura cusqueña encontradas en contextos de capacochas (Checura 1977: 138). Esto nos hace cuestionar si lo cusqueño es el único factor que define las categorías de análisis dentro de una capacocha, ya que es sabido que no en todas se sacrificaron doncellas o niños cusqueños. De este modo, la existencia de plumas en el tocado de la doncella de Esmeralda podría indicar una diferencia social, así como una función distinta dentro del contexto sacrificial respecto de la niña. Es decir, que ambas sacrificadas bien podrían haber pertenecido a jerarquías sociales o políticas diversas dentro del Cusco, asimetrías que se manifiestan a través de los emblemas de poder que portaban, entre ellos, el tipo de tocado. A ello se añade la salvedad de que las doncellas o niñas de los acllawasi procedían de todos los rincones del Tawantinsuyu.

Otros emblemas de poder encontrados en el ajuar de ambas jóvenes corresponden a restos de brazaletes de oro y plata, láminas circulares hechas de plata, ubicadas sobre la vestimenta de la joven mayor y tupus. Los dos cuerpos poseen marcas de oxidaciones argentíferas en los antebrazos (Checura 1977: 134) que suponen el uso de dichos objetos de plata. Sin embargo, el brazalete de oro existente habría pertenecido al ajuar de la doncella (Checura 1977: 134).

Figura 5. Brazalete de plata del niño del cerro El Plomo. Largo: 12,5 cm. Museo Nacional de Historia Natural, Santiago (fotografía de Cristian Becker). Figure 5. Silver wrist band found with the boy of El Plomo hill. Length: 12,5 cm. Museo Nacional de Historia Natural, Santiago (photo by Cristian Becker).

Concerniente a esta temática, los brazaletes de plata habrían sido portados por personajes encumbrados del Collasuyu (Abal 2010: 230) y han sido encontrados también como complementos del vestuario de niños en contextos altiplánicos, como en el Llullaillaco y el cerro El Plomo (fig. 5). Al respecto, Cieza de León (2005 [1553]: 348) comenta que los incas premiaban a sus súbditos otorgándoles brazaletes de oro y plata como símbolos de prestigio, así como objetos corporales que también son visibles en las láminas de algunos capitanes al servicio del Inca (Guamán Poma de Ayala 1980 [1615]: 122-151). Ello indicaría que su uso estaba restringido a grupos de privilegio del mundo político-militar, cuestión que hace suponer que estas jóvenes no solo pertenecieron a una acllawasi, sino que, además, pudieron ser hijas de algún “caçique o prinçipal” (de Betanzos (2015 [1551]: 196). Dicho aspecto separaría su rol social del de la doncella del Llullaillaco, quien no tiene brazalete, sino un unku puesto sobre su hombro derecho, a modo de exvoto (Abal 2010: 233). Lo dicho refuerza la hipótesis de que ambas sacrificadas del cerro Esmeralda hayan sido hijas de jefes con distintos cargos o grados de importancia política dentro del Incario, debido a la diferencia en el porte de emblemas de poder.

LA IMPORTANCIA DEL COLOR EN EL TEXTIL

El textil constituye una imagen material de un sistema de pensamiento determinado, un documento que define casi por entero la forma de ver la realidad de un pueblo que plasma en su hilado la percepción del mundo mediante la construcción de múltiples mensajes (Abal 2010: 41). Desde este planteamiento, y acogiendo los estudios semióticos acerca del tema (Abal 2010; Rojas & Hoces de la Guardia 2022), entendemos el textil andino como un medio de comunicación que encierra un mensaje destinado a un receptor, el cual evidentemente logra decodificarlo.

El ajuar perteneciente a ambas doncellas está compuesto por variados y finos textiles catalogados como cumbis, entre los cuales prima el teñido de colores rojo y amarillo. Respecto del color en la vestimenta, Cieza de León (2005 [1553]: 281) expresa:

Los vestidos de estos ingas eran camisetas de esta ropa, unas pobladas de argentería de oro, otras de esmeraldas y piedras preciosas, y algunas de plumas de aves, otras de solamente la manta. Para hacer estas ropas tuvieron y tienen tan perfectas colores de carmesí, azul, amarillo, negro y de otras suertes […].

Creemos que los colores escogidos para las ofrendas de esta y otras capacochas no son casuales, sino que corresponden a una composición comunicacional asociada al culto solar y a representaciones míticas entrelazadas en el textil a través de la visualización de los colores y signos presentes en las fajas, vestidos y mantas. Para Hoces de la Guardia y Brugnoli (2006), el tiempo y la naturaleza estarían conectados con la importancia mítica del color en los Andes y a la primera humanidad que vivía en las penumbras de las cuevas, tal como lo relata el mito de los hermanos Ayar y la creación de la luz llevada a cabo por Wiracocha. Esta transición se hace evidente a través del juego de luces y sombras existentes en textiles de distintas culturas serranas que representan ambientes uterinos o primigenios.

Bajo este aspecto simbólico, en algunos de los textiles de la capacocha de Esmeralda –acsus, llicllas y chumpis–, se encuentran presentes subdivisiones horizontales que recuerdan las tres dimensiones del mundo andino (Hanan, Kay y Hurin Pacha) (figs. 6 y 7a y b). Dichas franjas pueden ser comprendidas como sendas que a menudo se presentan en zigzag junto con un ojo circular de nombre layra, que puede ser interpretado como un portal entre los tiempos y espacios ancestrales; es decir, en un punto de conexión con los muertos y los antepasados, relativo al símbolo de amaru o serpiente (Cereceda 2020: 299). Nótese también que la lliclla o manta femenina hallada sobre el cuerpo de Juanita en el volcán Ampato, en 1995 (fig. 8a y b) –exhibida en el Museo de Santuarios Andinos de Arequipa– muestra colores, juegos de luces y sombras, así como diseños iconográficos similares al acsu y chumpi de las doncellas de Esmeralda, lo cual podría implicar un tipo de mensaje basado en un lenguaje común.

Se sugiere también que el textil poseería características tridimensionales acordes con la función para el que fue creado, en este caso, para una capacocha. El aspecto dimensional y sagrado del textil ofrendado en una capacocha se puede observar en el relato de Cristóbal de Albornoz (Duviols 1967: 37), quien específica que “[…] todas las más guacas, fuera de sus haziendas, tienen bestidos de cumbe que llaman capaccochas del grandor de las guacas”. Esta cita bien podría referir al uso ritual del cumbi en el contexto de la huaca de Huantajaya, así como a la celebración de esta capacocha para darle significación a un ancestro o rearticular un mito fundador. Al respecto, una fuente anónima de los agustinos de 1555 (Martínez 2005: 46), narra que las ropas para Huayna Capac eran confeccionadas luego de la adoración de una huaca llamada Guaillo, la cual era ofrendada con diversos objetos para hacer textiles. Esto conduce a la idea de que había una huaca protectora en cada región, relacionada con los textiles y, por lo mismo, con el mito de Mama Ocllo, la producción de las acllas y el simbolismo de mitogramas diseñados para establecer un “[…] diálogo con los dioses en un tiempo no atado a lo humano […]” (Corcuera 1987: 58). La articulación entre tiempo, hombres y dioses podría estar dimensionada en la repetición geométrica y dual de la serpiente o amaru, así como en los “ojos” existentes en los acsus, llicllas y chumpis del ajuar de Esmeralda.

Figura 6. Detalle acsu (vestido) de la doncella mayor del cerro Esmeralda. Nótese el juego de contrastes de luz y sombra. Largo: 25 cm, alto: 15 cm. Museo Regional de Iquique (fotografía de las autoras). Figure 6. Detail of the acsu (dress) of the older maiden of Esmeralda hill. Note the contrast of light and shadow. Lenght: 25 cm, height: 15 cm. Museo Regional de Iquique (photo by the authors).

Figura 7: a) chumpi (faja o cinturón) del cerro Esmeralda. Largo: 178 cm, alto: 14 cm. Museo Regional de Iquique; b) detalle (fotografías de las autoras). Figure 7: a) chumpi (sash or belt) from Esmeralda hill. Lenght: 178 cm, height: 14 cm. Museo Regional, Iquique; b) detail (photos by the authors).

Figura 8: a) Lliclla (manto) de “Juanita”, capacocha del volcán Ampato. Largo: 111 cm, alto: 95,5 cm; b) detalle de una de las franjas de la llicla (fotografías cortesía del Museo Santuarios Andinos). Figure 8: a) “Juanita’s” lliclla (mantle), Capacocha of the Ampato volcano. Lenght: 111 cm, height: 95,5 cm; b) detail of one of the stripes of the llicla (photos courtesy of the Museo Santuarios Andinos).

Por otra parte, en esta ideología afín a lo femenino y el mundo de los ancestros, el color rojo también se expresa a través del uso del cinabrio en el conjunto ritual (Arriaza et al. 2018). Este mineral se encontró disperso sobre algunos textiles, objetos de caña y chuspas, y se cree que fue esparcido durante la ceremonia fúnebre (Checura 1977: 138). Dicho material podría corresponder al “maquillaje” de las mujeres (Checura 1977: 127), su uso en doncellas hermosas (Garcilaso de la Vega 1918 [1609]: 384), y con el lugar del cual fue extraído. En este sentido, la materialidad en el mundo andino involucra a los pigmentos, piedras, cerros o aguas del paisaje, los cuales eran portadores de la memoria y poder de los ancestros (Siracusano 2005: 443). Los colores amarillos de este ajuar pudieron provenir de fuentes vegetales como la chilca y el molle (Hoces de la Guardia & Rojas 2016), especies muy abundantes en los Andes centrales, y usadas también como hierbas medicinales.

Según González Holguín (1952 [1608]: 107, 273) se utilizaba para pintar el llimpi, que era un color tierra, o el color rojo bermejo o paco paco. Al respecto, de la Calancha (1638: 371) se refiere a un polvo que

Usavan los indios que van a minas de plata, de oro o de abogue, adorar los cerros o minas, pidiéndoles metal rico, i para ello de noche, beviendo i baylando, sacrificio […] adóranlas besando, i lo mesmo al soroche, al abogue i al bermellón del abogue, que llaman Ichina, o Linpi, i es muy preciado para diversas supersticiones.

En cuanto a la belleza femenina, Verónica Cereceda (2020: 268) sostiene que en la cultura aymara existen jerarquías identificadas a través de los colores. Entre ellas, el paco paco o alazán era distintivo de las mujeres consideradas no suficientemente bellas, el blanco o janq’o para las bellas, el color rojo y negro o wayruru para las de suprema belleza, mientras que el color negro era una categoría propia de las acllas (Cereceda 2020: 268). Esta diferenciación nos permite inferir, una vez más, que tanto la doncella como la niña pudieron haber sido incas y que fueron elegidas según su belleza y el estatus político de sus castas, debido a la existencia de los llautu, la predominancia de gamas cromáticas color tierra y rojo y la policromía de los remates en sus vestimentas con festones –características típicas de los tejidos cusqueños–. Sin embargo, a pesar del rico ajuar textil de ambas (Checura 1977: 142), persisten las diferencias sociales en cuanto a los emblemas de poder antes indicados (tocados, brazale-tes, y posibles llautus), hecho que no sería atípico dentro de una capacocha (Socha et al. 2021). Este aspecto integraría campos complementarios de orden en esta capacocha, que constituyen un patrón dual, al igual que los otros objetos recuperados del cerro Esmeralda (Ojeda 2012: 25).

El aporte de Cereceda (2020) con respecto a otros ámbitos culturales de comparación, nos invita a no encasillarnos en marcos uniformes para entender lo inca. Desde esta perspectiva, comprendemos que en el mundo andino prehispánico existieron transferencias culturales que facilitaron el establecimiento de redes de comunicación a través de los textiles, cuyas funciones, complementos y territorialidades giraban en torno a un paisaje, a su vínculo con lo sagrado y con la belleza.

En cuanto a la conformación del paisaje sagrado y sus colores, los cerros (masculinos y femeninos) significaron un lugar misterioso y una zona de transición al espacio mítico, donde la única forma de controlar su poder era a través del rito mortuorio, la fecundidad y el oráculo (Bouysse-Cassagne 1987: 191). En cuanto a las concepciones espaciales, Gabriel Martínez (1983: 91-94) liga el mundo de los achachilas o mallkus con los fenómenos telúricos, atmosféricos y poderes sexuales fertilizadores de mujeres. Este último aspecto podría implicar una conexión con lugares telúricos prehispánicos donde han sido halladas enterradas mujeres, como Huantajaya y también Pachacamac (Roca 2017: 140). En ambos sitios se han documentado, además, chuspas de las tierras altas de Bolivia o Arequipa, con esquemas técnicos que se “[…] distancian de los patrones incaicos y su resolución formal y de representación” (Ojeda 2012: 21).

Al igual que Cereceda (2020: 291), creemos que la combinación de colores rojo y amarillo corresponde a una unidad cromática posiblemente emparentada con elementos paisajísticos determinados por mitos originarios y héroes culturales costeños. Al respecto la autora afirma que el “Pariacaca, el principal dios naciente, convertido en cinco hombres, cae sobre sus enemigos como una lluvia, y ‘esta lluvia era amarilla y roja’” (Cereceda 2020: 291), mientras que, en espacios serranos como el incaico, este color sería una característica cromática del culto solar del Tawantinsuyu, tomado como préstamo de la costa y el culto al dios Con.

CONCLUSIONES

El estudio etnohistórico de la mina de Huantajaya y su ámbito geográfico, junto con el análisis de algunas de las vestimentas de las jóvenes sacrificadas en el cerro Esmeralda, permiten aproximarnos a esta capacocha desde nuevas perspectivas. Además, invita a evaluar el posible nexo entre estos sacrificios y un territorio dominado por fuertes temblores y la existencia de una mina de plata.

El escenario en el cual se desarrolló el ritual muestra un paisaje dominado por su vista al océano y la riqueza de sus minerales de plata. A su vez, los objetos de poder en los ajuares de las sacrificadas y su posible contexto telúrico otorgan a este sitio una carga simbólica anclada al mundo femenino, a la fertilidad del agua y a la “crianza” de metales. Estos elementos también son reforzados por la presencia de los cuerpos de las dos jóvenes mujeres, que parecieran haber sido hijas de señores principales, elegidas como accllacunas y sumac accllas, debido a su belleza y su relación con la elaboración de finos y complejos tejidos.

El análisis de los documentos históricos referidos a Huantajaya admite relevar aspectos ideológicos marcados por componentes duales que, si bien podrían ser estimados como característicos del incario, poseen igualmente una conjunción de elementos ideológicos y materiales que evidencian conexiones serranas y costeñas en torno a mitos de origen y posiciones de poder consecuentes a la implantación o ubicación de un ancestro en una huaca local. Dicho aspecto nos hace creer que esta capacocha tiene singularidades territoriales insertadas en marcos de negociación y apropiación de un lugar sagrado ligado a una deidad sísmica costeña, Pachacamac, y a su contraparte serrana, Tarapacá.

Estas apreciaciones permiten proponer que los detalles cromáticos y simbólicos conforman relaciones estéticas que representan unidades semánticas ligadas a los espacios de la memoria. Es decir, son reflejo de correspondencias míticas fundantes que incorporan, desde la esfera ideológica, señales visuales de dominio sobre huacas anexadas al Tawantinsuyu, como, por ejemplo, la de Huantajaya.

Agradecimientos Esta investigación pudo realizarse gracias a la Beca anid, Doctorado Nacional y el Contrato Doctoral de la Universidad Paris Nanterre (ed 395).

REFERENCIAS

Abal, C. 2010. Arte textil incaico en ofrendatorios de la alta cordillera andina. Aconcagua, Llullaillaco, Chuscha. Buenos Aires: Fundación ceppa.

Arriaza, B., J. Ogalde, M. Campos, C. Paipa, P. Leyton & N. Lara 2018. Toxic Pigment in a Capacocha Burial: Instrumental Identification of Cinnabar in Inca Human Remains from Iquique, Chile. Archaeometry 60 (6): 1324-1333.

Baker, M. 2001. Technical Attributes as Cultural Choices: The Textiles Associated with an Inca Sacrifice at Cerro Esmeralda, Northern Chile. Tesis de Maestría en Artes, Trent University, Peterborough.

Bertonio, L. 1984 [1612]. Vocabulario de la lengua aymara. Cochabamba: Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social.

Besom, T. 2009. Of Summits and Sacrifice. An Ethnohistoric Study of Inka Religious Practices. Austin: University of Texas Press.